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Y hablaba enternecido de aquel hogar oculta, de la familia improvisada que era para él la verdadera. Judith, engordando en su bienestar tranquilo; aburguesándose hasta hacer olvidar á la antigua divette aventurera, Sánchez Morueta la quería mejor así: la creía más suya. Y entre los dos, aquel pequeñuelo de una asombrosa precocidad.

Pepita también estaba triste; pero le pesaba el silencio que reinaba en el comedor y hacía preguntas á su padre sobre la vida de Biarritz, queriendo que le describiera alguna toilette de las muchas que habría visto en aquella sociedad elegante. Sánchez Morueta se esforzaba por contestar á gusto de su hija. Era la única persona ante la cual se abatía su mal humor.

El poderoso Sánchez Morueta vivía en su hotel de Las Arenas, evitándose así el molesto asedio que parásitos y protegidos le hacían sufrir en Bilbao. Además, habituado á las costumbres inglesas, gustaba de residir en el campo: pero las exigencias de sus múltiples negocios le hacían venir casi todos los días al escritorio que tenía en la villa, para firmar y dirigir.

Al entrar en el despacho vió el gesto de asombro de Sánchez Morueta, que creía en la llamada de un criado: notó el movimiento instintivo de sus manazas, para ocultar bajo los papeles varios plieguecillos de diversos colores que releía con gesto hosco. Aquellas cartas ella las conocía.

Sánchez Morueta llegó á pensar si Cristina amaría á otro, si al casarse con él por interés, habría dejado en su pasado alguna ilusión que aún la perseguía. Pero después de examinar sus predilecciones é intimidades en la sociedad elegante y devota que la rodeaba, desechó sus sospechas. Ella sólo quería á su esposo, si es que aquello era querer. En su cariño, no había fuerzas para más.

Conocía el carácter de su gigante: pocas rachas, pero buenas, como él decía. Sólo muy de tarde en tarde, le había visto perder la serenidad y enfurecerse; pero guardaba un vivo recuerdo de sus arrebatos. Cuando subió el capitán Iriondo, encontró á Sánchez Morueta paseando casi á saltos por el despacho, como una bestia enjaulada, las manos atrás y la cabeza baja.

Al reconocer al doctor, con el que había disputado más de una vez en casa de Sánchez Morueta, el viejo mostró en sus gestos cierta esperanza. ¡A ver si podía salvarlo con aquella ciencia que había ensalzado tantas veces al discutir con él! No podía dormir, no podía acostarse; se ahogaba. Aresti conoció á primera vista la gravedad de su dolencia.

Lo cierto era que al anochecer salió del hotel de Las Arenas tambaleándose, y eso que durante la comida no osó beber más que agua, por el respeto que le infundía Sánchez Morueta.

Además, respetaban al doctor con cierta adoración supersticiosa porque era primo hermano de Sánchez Morueta y éste no ocultaba su gran cariño al médico... ¡Sánchez Morueta! ¡Cómo quién dice nada! Hacía muchos años que no había estado en las minas. Aun en el mismo Bilbao, transcurrían los meses sin que viesen su barba cana y su cuerpo musculoso de gigante los más íntimos del famoso personaje.

Encarándose con Sánchez Morueta, preguntábale qué haría si supiera que en su escritorio existían hombres que deseaban el naufragio de sus barcos, el incendio de sus fábricas, el agotamiento de sus minas, la desaparición total de todo lo que era la existencia de su casa. ¿No los expulsaría, indignado?