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Otra vez habíamos llegado a la Barbada con un cargamento de bultos de madera de ébano. Estábamos haciendo nuestras señales, cuando en un bote se acercaron a El Dragón dos individuos de la policía de aquella isla. El capitán los recibió amablemente, y al mismo tiempo ordenó al negro Demóstenes y a Chim, el malayo, que los matasen.

Cuando Zaldumbide se encontraba alegre y con ganas de pasar el rato, pegaba él mismo; cuando estaba displicente, pegaba Demóstenes el negro, un marinero que con frecuencia hacía de verdugo. Para los delitos de robo, Zaldumbide empleaba el cepo y la barra. En el fondo, el capitán era más egoísta y avaro que cruel. Su única preocupación era reunir dinero. Debía de ganar mucho.

El malayo se inclinó sobre el herido como un chacal, y le hundió el cuchillo en el pecho, con tal fuerza, que la punta de acero se clavó en la tabla de la cubierta. Inmediatamente Demóstenes, el negro, y otro marinero cogieron el cadáver y lo tiraron al agua.

Pero dime: ¿desde cuándo te has metido á orador? No sabía yo que en Ateca hubiera tanta elocuencia. Te habrán aplaudido los segadores en las eras, y te has creído por eso un Demóstenes. El fanático reía con tan maligno acento de sarcasmo, que á Lázaro le parecía tener delante un grotesco demonio. Cada palabra abría en el corazón del pobre prisionero una nueva herida, y le abatía y avergonzaba más.

Salvo algunas escaramuzas sin importancia en que tomó parte durante la primera guerra, civil, la historia militar de nuestro país no le dijo nunca «esta boca es mía». Pero pasará a la posteridad por los célebres dichos de la espada de Demóstenes, la tela de Pentecostés y el alma de Garibaldi, por aquello de ir a la Habana haciendo escala en Filipinas, con otras cosillas que, coleccionadas por sus subalternos, forman un delicioso centón de disparates.

Hay reyes como el chichimeca Netzahualpilli, que matan a sus hijos porque faltaron a la ley, lo mismo que dejó matar al suyo el romano Bruto; hay oradores que se levantan llorando, como el tlascalteca Xicotencatl, a rogar a su pueblo que no dejen entrar al español, como se levantó Demóstenes a rogar a los griegos que no dejasen entrar a Filipo; hay monarcas justos como Netzahualcoyotl, el gran poeta rey de los chichimecas, que sabe, como el hebreo Salomón, levantar templos magníficos al Creador del mundo, y hacer con alma de padre justicia entre los hombres.

El negro Demóstenes, de quien le hablaba a usted hace un instante, era un negrazo gigantesco, tatuado, fuerte como un cabrestante. Chim, el malayo, su amigo, era un dayak de Borneo, de estos malayos de pura raza, de los más violentos y crueles. Chim había sido, según decía, capitán de uno de esos barcos piratas que llaman paraos, en Borneo, y cuando estaba a punto de ser colgado logró escaparse.

Entonces calificamos de invicto al general que nos entusiasma; de más elocuente que Cicerón y Demóstenes a nuestro orador favorito; y al autor de la comedia o del drama que hemos aplaudido de mucho más sublime que Shakespeare, cuyas obras por lo común hemos tenido la precaución de no leer.

¿Qué quiere decir demostina, señor don Quijote -preguntó la duquesa-, que es vocablo que no le he oído en todos los días de mi vida? -Retórica demostina -respondió don Quijote- es lo mismo que decir retórica de Demóstenes, como ciceroniana, de Cicerón, que fueron los dos mayores retóricos del mundo. -Así es -dijo el duque-, y habéis andado deslumbrada en la tal pregunta.

Me imaginaba oir la palabra vigorosa y ardiente de alguno de aquellos grandes oradores que ilustraron al pueblo heleno... Porque la elocuencia de mi queridísimo amigo el señor Peña, tiene mucho de la arrebatada pasión que caracterizaba a Démostenes, el príncipe de los oradores y bastante también de la fluidez y elegancia que brillaba en los discursos de Pericles.