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Mario, a quien molestaban muchísimo las bromas cínicas de D. Laureano, hizo un esfuerzo penoso para sonreír y no contestó. La verdad es, querido Costa, que en nuestra corta y miserable existencia sólo hay un punto luminoso, un oasis ameno, la mujer.

Carlota estaba aterrada: se había refugiado en un rincón, mientras Mario, ayudado por el mozo que había acudido al ruido, trataba inútilmente de separarlos. Al cabo de muchos esfuerzos lo consiguieron. D. Laureano tenía un arañazo en la mejilla, del cual brotaban algunas gotas de sangre. ¡Qué loca! ¡qué loca! decía limpiándose con el pañuelo. Perdonen ustedes el mal rato.

Porque, aunque parezca maravilloso, increíble, D. Laureano tenía cerca de sesenta años. Nadie le supondría más de cuarenta y cuatro o cuarenta y seis. Era un hombre alto, esbelto, de cabellos negros y rizados donde sólo se advertía tal cual hebra plateada, la tez fresca y sonrosada, el pequeño bigote retorcido hacia arriba, la dentadura perfectamente conservada.

En el pasillo se oyó la voz de la chula que decía dirigiéndose al mozo: Chico, traiga usted un poco de agua y vinagre. Los esposos quedaron solos. Se miraron uno a otro con asombro, y ambos a la vez soltaron la carcajada. Me parece dijo Mario cuando hubo sosegado la risa que D. Laureano ha infundido demasiada vida a esa chica.

Sobre esta base el afortunado seductor no tuvo inconveniente en que la chula concertase el cuándo y el dónde de aquella trascendental conferencia. En casa no podía ser. La dignidad le impedía a D. Laureano ir a la del sillero sin obtener antes una satisfacción. En la calle no era decoroso, ni en el café del Siglo prudente.

El rostro varonil, expresivo, de Romadonga se contraía con sonrisa mefistofélica al pronunciar estas palabras. Se había sentado; puso los codos sobre la mesa con su habitual libertad y enviaba columnas de humo al aire, revelando un estado de beatitud envidiable. Mario reía; pero en el fondo de su alma estaba inquieto y molesto, como siempre que don Laureano hablaba delante de su esposa.

Celos infundados, por supuesto, porque jamás se le había pasado por la imaginación mirarla sino como una buena amiga... La duda se infiltró en el pecho de los circunstantes al escuchar esta afirmación. Pero nadie osó producirla. D. Laureano continuó. Ya en varias ocasiones habían tenido peloteras sobre este vano supuesto.

Al bajar la escalera oyó que una vecina decía a otra: El señor Ángel ha echado de su casa al tío... ¡Ya era tiempo! De tal modo inopinado se cortó el curso de aquellas sabrosas relaciones. D. Laureano no cejó por esto. Procuró ponerse inmediatamente en correspondencia con su amante. Hubo cartas y recaditos y entrevistas.

Asistía ordinariamente a la misma mesa del café, además de Moreno y D. Laureano, otro amigo llamado Miguel Rivera, viudo, antiguo periodista, secretario particular en la actualidad de un ministro, hombre de carácter festivo y alegre conversación cuando no abatía su espíritu el recuerdo de un terrible pesar que había experimentado.

Este hombre privilegiado, semejante a un dios, no podía ser otro que don Laureano Romadonga. Iba acompañado de una joven con mantón y pañuelo a la cabeza. ¿Has visto? . ¿Esa joven es la del café? Me parece que . ¡No obstante, como ese hombre trae tantos líos!... El mismo D. Laureano, entrando repentinamente en el gabinete, vino a sacarlos de dudas.