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Actualizado: 3 de junio de 2025
D. Laureano Romadonga iba de paseo en la misma dirección en compañía de su querida; una nodriza delante llevando en brazos un niño. La chula vestía ya de señora con capota y sombrilla: no le sentaba mal. Por iniciativa de Rivera, al tiempo de cruzar a su lado sacaron todos la cabeza por las ventanillas y gritaron: ¡Adiós, D. Laureano! ¡Adiós! El viejo seductor saludó visiblemente molestado.
Don Laureano, sin darse por ofendido, se fue deslizando pian piano hacia otro grupo. En este momento crítico de la jira campestre se efectuó en el Vivero de Migas Calientes un suceso insignificante en la apariencia, realmente de una trascendencia tan grande que sólo otros tiempos y otras generaciones podrán medir por completo su alcance.
Cuando recibas el golpe, si tienes tiempo a pensar, ya sabes quién te lo ha dado. Estas palabras desgarraron el corazón magnánimo de D. Laureano. La vida es dulce a todos los mortales, pero muy especialmente lo era para aquel hombre venerable. Recibir una puñalada por la espalda sin aviso de ninguna clase, le era profundamente desagradable.
Hablaba con el desgarro peculiar a la chula de Madrid, acentuando cada sílaba de un modo tan insolente que D. Laureano, avergonzado, no pudo menos de salir por su dignidad. ¡Niña, niña, cuidado con la lengua! Mira que te puede costar un disgusto. ¿A mí? ¡Ja, ja! ¡Qué infeliz eres! ¡A ti, sí, desvergonzada! profirió colérico el tenorio avanzando hacia ella con ademán amenazador.
Volviendo hacia la derecha, Stein pasó por delante del convento del Pópulo, transformado hoy en cárcel; allí cerca vio la bella puerta de Triana; más lejos, la puerta Real, por donde hizo su entrada San Fernando, y en siglos posteriores, Felipe II. Delante se encuentra el convento de San Laureano, donde Fernando Colón, hijo del inmortal Cristóbal, fundó una escuela y estableció su observatorio.
D. Laureano andaba conmovido con los ojos hermosísimos de aquella chula sentada cerca del mostrador. Mientras tomaba el café a breves sorbos no apartaba la mirada de ella, sin atender poco ni mucho a la conversación de sus compañeros.
D. Laureano le hizo con sonrisa de condescendencia una seña, y nuestro impaciente joven se disponía a levantarse cuando uno de los mozos que servían allá abajo, cerca de la puerta, se acercó al viejo tenorio y le habló algunas palabras al oído. Soy con usted al momento dijo éste a Mario. Y se alejó. ¿Qué pasará? preguntó uno de los tertulios.
Luego procuró calmarla con sofística dialéctica que hizo poca mella en su ánimo irritado. Al fin, por sí misma se fue serenando y se avino a volverle a su gracia con tal que se llevase todos los regalos que le había hecho y le jurase solemnemente no traerle más. D. Laureano cargó con todos aquellos chirimbolos.
Se convino en que se hablarían en el de Platerías, de la misma calle, a las seis de la tarde, hora en que solía estar solitario. D. Laureano llegó el primero a la cita y esperó meditando los falaces argumentos con que pretendía persuadir al sillero. Vino éste a los pocos minutos y se acercó a la mesa acortadísimo, balbuciendo las buenas tardes.
Mario sentía al mismo tiempo pesar y alegría de este olvido porque, si anhelaba acercarse a su ídolo, temía el instante de la presentación como un trance apuradísimo. Buenas noches, señores dijo una voz bronca, profunda. Hola, D. Dionisio, ¿cómo estamos? preguntó distraídamente D. Laureano, sin apartar la vista de la preciosa chula que había descubierto.
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