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Actualizado: 3 de junio de 2025
Buenas noches, señores dijo éste acercándose al patíbulo. ¿Cómo sigue usted, doña Carolina?... ¿Qué tal, D. Pantaleón? ¿Y ustedes, niñas? Todos buenos, todos buenos, y todos sonrientes, acogiendo a D. Laureano con la misma alegría que a un bienhechor de la humanidad.
Don Laureano Romadonga no era hombre que se dejase aprisionar fácilmente por los artificios femeninos; que comprometiese el sosiego de su vida, sus placeres, su independencia por una mujer, cualquiera que ella fuese. Conocedor profundo de la existencia, había formado hacía mucho tiempo su plan, y de él no se apartaba una línea.
D. Pantaleón bajó los párpados, manifestando de este modo solemne y augusto que su esposa no se equivocaba acerca del estado de su espíritu en aquella ocasión. Me respondió que no tenía inconveniente en que lo presentasen con tal que fuese por medio de una persona respetable. ¿Te parece bien D. Laureano? Perfectamente. Pues ya está hecho.
El de la pobre Concha, la hermosa chula que hacía algunos meses había conocido en el café del Siglo, fue de los más modestos que en su carrera galante había formado. Estas chicas populares son el género más barato, y no por eso menos sabroso solía decir a sus amiguitos del café. Supongo, D. Laureano replicaba alguno, que el más caro será el de las entretenidas de alto rango. Tampoco.
D. Laureano, avergonzado y alentado al mismo tiempo, exclamó irguiéndose: Vaya, vaya, déjame en paz y sigue tu camino. Nada tengo que partir contigo. ¿Nada tienes que partir conmigo, malvao? Y la criatura que he dejao en Madrid ¿es la punta de un cigarro que tiras a la calle cuando empieza a quemarte, verdá tú?
D. Laureano no estaba con ellos sino mientras le divertían. Pues si pasamos al sexo femenino, aquí sí que se dilataba desmesuradamente la esfera de sus conocimientos. Tan pronto se le veía asiduo galanteador de una marquesa averiada, como festejando a alguna hermosa horchatera.
Iban asimismo un caballero de edad media, barba gris y voz de sochantre, llamado D. Dionisio, y un jovencito sonrosado, de fisonomía dulce e interesante que respondía por Godofredo Llot. D. Laureano no daba señales de recordar el compromiso contraído.
Cuando entró de nuevo en el Saloncillo, grandemente perturbados halló a sus cotidianos tertulios con la nueva que acababa de traer Severino el de la tienda de quincalla: «¿No saben ustedes lo que pasa, señores?» Todos se levantan y le cercan. El comerciante habla visiblemente conmovido. Esta noche han robado y asesinado a don Laureano. ¿Qué don Laureano, el de la quinta?
¿Tiene usted más? preguntó D. Laureano. No lo sé. ¿Es usted por causalidad del registro civil? Concha afectaba al hablar un tono desdeñoso y ponía esos ojos tan graciosamente agresivos que caracterizan a las hijas del pueblo en Madrid.
Quizá alguna amiga o conocida, al ver la sortija, le había hecho comprender lo que significaba, le habría dirigido pérfidas insinuaciones. Lo cierto es que D. Laureano halló a su ninfa con un semblante más negro y temeroso que nube de galerna. Antes de cinco minutos estalló la tormenta.
Palabra del Dia
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