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No es eso, querido, no es eso repuso el cura con sonrisa de lástima, recostándose de nuevo y chupando el cigarro. No se trata de un compromiso como el que usted supone maliciosamente. Mi amigo Llot es un joven de costumbres intachables. ¡Ojalá hubiese muchos como él!

Aunque nuestro joven no tuviese un temperamento irritable, antes al contrario había dado siempre pruebas de paciencia, los modales groseros, despreciativos, del presbítero estaban a punto de hacérsela perder. El porvenir de Llot se dignó al cabo decir es de un género particular.

Pues yo estuve dos días con un catarro, pero ya pasó. Siéntese usted, criatura, que me da pena verle en pie. Godofredo Llot, elegantemente vestido, y con el mismo rostro nacarado y candoroso de siempre, obedeció a la invitación y se sentó frente a la prendera. ¿Y cuándo es la boda? preguntó ésta después de algunas frases insignificantes. El hijo predilecto de la Iglesia sonrió lleno de confusión.

Me haría usted, D.ª Rafaela, un favor inmenso, que no olvidaría jamás, si la encomendase a Dios en sus oraciones. Con todo mi corazón. Pierda usted cuidado. No dejaré un día de rezar por ella y en el aniversario confesaré y comulgaré por su intención. ¡Oh, señora, eso es demasiado! exclamó Llot abrumado por tanto favor. Eso no significa nada. Ya sabe que yo me confieso cada ocho días.

Si no le fuese posible le ruego por la salvación de su alma que vaya a San José y ponga un cirio en el altar de Nuestra Señora y rece con fervor una salve por su desgraciado amigo que de veras necesita de sus oraciones. Godofredo LlotNo bien la hubo leído cuando, volviendo a echarse el mantón sobre los hombros, salió a la calle, montó en un coche y se hizo trasladar a la cárcel.

Iban asimismo un caballero de edad media, barba gris y voz de sochantre, llamado D. Dionisio, y un jovencito sonrosado, de fisonomía dulce e interesante que respondía por Godofredo Llot. D. Laureano no daba señales de recordar el compromiso contraído.

Salieron todos del pórtico, y cuando hubieron andado un corto trecho, Moreno preguntó a Llot si sabía de algún sitio donde se pudiera almorzar medianamente. Oyó la pregunta el párroco del pueblo, que venía entre ellos, y atajó la respuesta diciendo en voz alta, imperativa: Ustedes, señores míos, no van a almorzar a ningún lado, sino a mi casa. Los amigos de nuestros amigos son nuestros amigos.

Con tales ideas y piadosas inclinaciones, ¿cómo se entiende que Llot asistiese al café del Siglo?

Pero en ocasiones, atacado de cierto espíritu sarcástico y jocoso, pretendía burlarse repitiendo del modo más desdichado las bromas de Moreno. Hola, Sr. Llot, ¿cuántas misas ha oído usted hoy? ¿Ha estado usted en las Góngoras esta tarde? Godofredo no se daba por ofendido; sonreía dulcemente, acostumbrado a aquellos martirios que a causa de su piedad le infligían los amigos.

¡Oh, , señora, a la misericordia de Dios he acudido ya! exclamó Llot con un hondo suspiro que partía el corazón. En cuanto llegué a este sitio mandé a llamar al capellán de la cárcel, y a sus pies de rodillas he confesado mis pecados. Pues si se ha lavado ya en el tribunal de la penitencia no tenga cuidado. Ya veremos de arreglar eso con D. Jeremías. ¡Oh!