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Era la esposa del propietario, rubia, con ojos negros; poseía un cutis nacarado. Su talle esbelto lo ocultaba un espléndido salto de cama. ¿Para qué necesito yo salir al campo de madrugada, si el campo viene a mi cuarto...? Hueles a mejorana... hueles a romero... hueles a malva rosa decía colgada a su cuello como una niña mimosa.

Ágil ó indolente, hinchando su globo nacarado y matizado de azul y púrpura, arroja por medio de sus dilatados cabellos de un azur siniestro, cierto veneno sutil que abate cuanto toca. Aunque menos temibles, tampoco perecen los velelos, los cuales tienen la forma de almadía. Su pequeño organismo es algo sólido; y saben navegar, voltear al viento su vela oblicua.

A no ponerme en ridículo, cerrando en su presencia los ojos, fuerza es que yo vea y note la hermosura de los suyos, lo blanco, sonrosado y limpio de su tez; la igualdad y el nacarado esmalte de los dientes que descubre a menudo cuando sonríe, la fresca púrpura de sus labios, la serenidad y tersura de su frente, y otros mil atractivos que Dios ha puesto en ella.

Los transeúntes se detenían un instante para ver pasar aquella comitiva donde abundaban los rostros delicados de cutis nacarado, un tanto pálidos por la clausura y los hábitos viciosos del colegio: cruzaban poblando el aire de un murmullo suave, como un enjambre de abejas, más atentos a la conversación que llevaban entablada que a la perspectiva de las calles y a las bellezas del campo.

Si encontraba vacía una vivienda de esta especie, se la apropiaba. De no ser así, se comía al habitante, introduciendo después en el nacarado refugio su posterior, armado de dos patas ganchudas. No bastaban al débil paguro sus precauciones defensivas.

Los ojos místicos, el cutis nacarado y la inocencia de querubín de Godofredo Llot lograron lo que no pudieron el ingenio ático y los modales desenvueltos de los chicos del comercio que la festejaban a porfía en el café del Siglo. Estos jóvenes, por lo general, eran hombres de mundo.

Brillantes, grandes hasta como garbanzos centelleaban arrojando chispas de movilidad fascinadora como si fuesen á liquidarse ó á arder consumidos en las reverberaciones del espectro; esmeraldas del Perú, de diferentes formas y tallado, rubíes de la India, rojos como gotas de sangre, zafiros de Ceylan, azules y blancos, turquesas de Persia, perlas de nacarado oriente, de las cuales algunas, rosadas, plomizas y negras.

Pues yo estuve dos días con un catarro, pero ya pasó. Siéntese usted, criatura, que me da pena verle en pie. Godofredo Llot, elegantemente vestido, y con el mismo rostro nacarado y candoroso de siempre, obedeció a la invitación y se sentó frente a la prendera. ¿Y cuándo es la boda? preguntó ésta después de algunas frases insignificantes. El hijo predilecto de la Iglesia sonrió lleno de confusión.

Salía con alguna frecuencia de casa, y su aparición en coche descubierto, causaba siempre cierta sensación. La verdad es que estaba preciosa con sus ricos trajes de luto, llegados de París. Por coquetería debiera vestirse de negro, pues era incalculable lo que realzaba este color el brillo nacarado de su tez, los reflejos dorados de sus cabellos.

Conservaba el rostro terso y nacarado: sus cabellos dorados no contenían aún ninguna hebra de plata: sus ojos límpidos, azules, tenían una expresión vaga de melancolía e inocencia que contrastaba singularmente con lo que de ella se decía, y que la comunicaba cierto misterioso atractivo. Vestía con extraordinaria elegancia.