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Actualizado: 3 de junio de 2025
El señor Ángel se puso pálido y reclinó la frente sobre su mano, mirando fijamente al mármol de la mesa. ¡Lo ve usted!... ¡Ya se está usted figurando una porción de atrocidades! No me figuro más que la verdad, don Laureano profirió con voz alterada el pobre hombre sin abandonar su postura.
Pero este frío y esta repugnancia se disiparon cuando Romadonga, poniéndole cariñosamente una mano sobre el hombro, le dijo: A las órdenes de usted, amigo Costa. Lo que ahora le acometió fue una extraña sensación de terror, unos deseos atroces, de echar a correr. Levantose, sin embargo, automáticamente y, pálido y trémulo como si le condujesen al suplicio, siguió a D. Laureano.
D. Laureano no parecía disgustado con esta nueva fase de su conquista, aunque se dilatase más de lo que había imaginado. En esta materia había llegado a un sibaritismo refinado. Sólo tenía valor para él lo que costaba trabajo. Sin impaciencia ni inquietud esperaba alegremente que la naranja estuviese madura para sacudir el árbol y hacerla caer en su seno.
Un día le dijo don Laureano: «¿Sabe usted que una de las vecinitas, la más gruesa, no le mira a usted con malos ojos?» Lo dijo por bromear; pero bastó para que nuestro joven fijase su atención en ella, la fuese hallando cada día más bonita, aunque en opinión de todos no fuese más que pasable, se interesase un poco y concluyese por enamorarse perdidamente. Mario no había conocido a su madre.
En el café del Siglo se tenía noticia de estos cursos instructivos. Se le embromaba con ellos, se comentaban con gracia por toda la tertulia. Pero en aquellas bromas el que marchaba delante y brillaba por su procacidad era él mismo. ¿Qué tal, D. Laureano, se va instruyendo la niña? Admirablemente. Tiene disposiciones asombrosas, sobre todo para la geografía política.
Tomás de Aquino, como en la segunda de aquellas quedaron autorizadas las religiosas para sacar otras imágenes de su mayor devoción, aumentaron el número de pasos, con los de la Virgen del Rosario, nuestra Señora de la Montaña, San Vicente Ferrer, Santa Rosa, ofreciendo también á la pública veneración otro en que se mostraba, sobre rica bandeja de plata, la cabeza del mártir San Laureano, hecha del mismo rico metal.
Calificábalo por detrás de hombre frívolo, ignorante, y periodista insustancial; pero nada se atrevía a replicarle, en parte, porque Miguel le llevaba bastantes años y, en parte también, porque temía a su proverbial causticidad. D. Laureano había llegado al mostrador y, arrimado a él, hablaba secretamente con el encargado. ¿Por qué le llamaba Matusalén Rivera?
Paseó su mirada lánguida por los circunstantes esperando que se le pidiese explicación de aquel cansancio. Pero D. Laureano atendía a su juego; Adolfo Moreno seguía enfrascado en la lectura; Miguel Rivera, que hacía un rato había llegado, se le quedó mirando fijamente y con cierta sonrisa burlona. El único asequible en aquel momento era Mario. A él se dirigió metiéndole la boca por el oído.
El sillero se llevó con serio ademán la mano al sombrero, sonrió y dijo lleno de amabilidad: El 8 de Diciembre, día de Nuestra Señora, ha cumplido los diez y seis. ¡Qué atrocidad! ¡Ea! Ya está D. Laureano en su terreno. A los cinco minutos se había sentado formando triángulo con el sillero y su hija.
Al llegar aquí no pudo reprimir un gesto de disgusto. Don Laureano lo observó, y soltando la carcajada y poniéndole una mano sobre el hombro, exclamó: Pero ¡qué empeño tienen ustedes los maridos en que nadie admire a sus mujeres! ¿Por qué? Yo imagino que debiera ser lo contrario.
Palabra del Dia
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