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Pocos días faltaban ya para que D. Jaime volviese por ella. Ya había él tomado casa a propósito, y casi la tenía amueblada. Ya había sacado el título. Ya podían ambos esposos llamarse los marqueses de Villafría. D. Jaime iba a llegar dentro de aquella misma semana, y era ya miércoles.

Este deseo lo sienten igualmente los esposos modelos, los padres ejemplares, como , que aquellos otros que carecen de estas virtudes. Pero esta ilusión sale siempre frustrada, tanto para aquellos que pudieran erigirse en ejemplo, como para los que están muy lejos de ser modelos dignos de imitación.

Los dos esposos, casados el día antes, dormían sin duda el primer sueño de su tranquilo amor, no turbado aún por ninguna pena. No pude menos de traer a la memoria las escenas de aquellos lejanos días en que ella y yo jugábamos juntos. Para , era Rosita entonces lo primero del mundo.

Yo soñaba que estaba luchando con el jabalí y decía a mi esposa que el animal tenía la cara de 70 horma y los colmillos de lesna, y esto es todo. El rey estaba satisfecho y su hija también y los dos esposos vivieron felices muchos años.

Espléndido sol doraba los campos. Toda la luz del cielo parecía que se colaba dentro del corazón de los esposos. Jacinta se reía de la danza de los algarrobos, y de ver los pájaros posados en fila en los alambres telegráficos. «Míralos, míralos allí. ¡Valientes pícaros! Se burlan del tren y de nosotros». Fíjate ahora en los alambres. Son iguales al pentagrama de un papel de música.

D. Laureano la miró, sacudiendo al mismo tiempo la cabeza con indignación. ¡Allá voy, escandalosa, allá voy! respondió entre resignado y furioso, y volviéndose a los esposos añadió bajando la voz: Me voy por evitarles otro disgusto. El peor de los males no es tratar con animales, sino con locos. Perdonen ustedes. Buenas noches. Y salió detrás de su querida.

Desde la noche del suceso, huía de encontrarse a solas con ella. Era bien fácil, porque Cecilia tampoco tenía deseo alguno de cruzar la palabra con la infiel. Gonzalo, enteramente seguro ya de ella, gozaba de esta seguridad con deleite. Entre los esposos había habido con tal motivo una recrudescencia de cariño. Ventura le había exigido que nunca más volvería a dormir fuera de casa.

Lo mismo que sus esposos, hijos y hermanos, el color de aquellas mujeres era pálido, enfermizo, sus facciones menudas, su mirada lánguida, sus manos y sus pies pequeños. Al pasar vieron también algunos hombres atacados de fuerte temblor. ¿Qué es eso? ¿Por qué tiemblan así esos hombres? preguntó asustada Esperancita. Son modorros le respondió un empleado. ¿Y qué son modorros?

Ella estaba ofendida profundamente; él, celoso y sombrío, no quiso pedir explicaciones ni reconocer su culpa, considerando este reconocimiento como un agravio a su dignidad; una palabra a tiempo hubiera reconciliado a los esposos; pero ninguno de ellos quiso pronunciarla. La hostilidad entre los dos se hizo cada vez mayor. Comían separados y no se veían ni se dirigían la palabra.

Eran los seres más felices de la casa, casi tanto como las palomas que anidan en los huecos de la arquitectura y envuelven todo el grandioso edificio en una atmósfera de arrullos. Por aquellos días tuvieron una visita, que a entrambos esposos causó extrañeza y un sentimiento algo distante de la satisfacción.