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Tenga esto, para usted, pero guarde su lengua... Buenas tardes. Y reanudó apresuradamente su camino mientras la lavandera de pie al borde del agua movía maliciosamente la cabeza apretando la moneda en su descarnada mano. No había dado veinte pasos cuando Delaberge se volvió todavía para mirarla...

Al mirarla, afanada, despidiendo de sus dientes y coyunturas un sudor negro y craso, sentía que se le comunicaba el vértigo de ella, y por momentos se suponía también compuesto de piezas de hierro que marchaban a su objeto con la precisión fatal de la Mecánica.

La cara valía poco: chatilla y morenucha; lo demás, admirable, el pecho como de Venus victoriosa, las caderas con curvas de ánfora, las piernas como de Diana Cazadora; por mirarla desnudarse hubiera Orestes prescindido de su venganza.

Llevaba andada más de media alameda y aún no había don Juan logrado que la memoria le aclarase las dudas sugeridas por el espectáculo de aquella mujer. Apretó el paso, adelantose casi rozándole la falda, y a los diez o doce metros se volvió y vino hacia ella, resuelto a mirarla como las águilas miran al sol, cara a cara.

Háblele usted; rompa el silencio de aquella casa; véala usted un momento; oiga su voz, y si ante las declaraciones que ella le haga persiste usted en creerla culpable, no es digno, lo digo cien veces, no es digno de mirarla. Lázaro no pudo resistir á la gran fuerza de estas palabras.

Sentóse entre su madre y Neluco y casi enfrente de . Yo no la quitaba ojo, y puedo jurar que me registró con los suyos, parleros y escrutadores, desde los pies hasta la cabeza, mientras me acosaba a preguntas por el estilo de las que aún no había cesado de hacerme la jándala viuda. Me daba gusto oírla y mirarla.

Se conversaba apresuradamente. Todos los ojos estaban sobre ella. ¿Quién es? ¿Quién es? Las mujeres no la celebraban, se erguían en sus asientos para verla; movían rápidamente el abanico, cuchicheaban a su sombra con su compañera; se volvían a mirarla otra vez. Los hombres, sentían en como una rienda rota; y algunos, como un ala. Hablaban con desusada animación. Se juntaban en corrillos.

Lo único que le consolaba era que hubiese quien se lo diera por comido, juzgándole como amante rumboso, pagano y favorecido. ¿Conque les serví de tapadera? decía sonriendo . ¡Tiene gracia! ¡Y yo me contentaba con mirarla... vaya, vaya! De lo segundo no te digo nada.

Sin dejar de mirarla, el hombrón prosiguió así: «Y ahora que nombro a la casa de Aransis, me parece... ¡Ah!, bien decía yo. Ya me acuerdo. Un día..., hace años, estaba yo con mi hermana en el portal del palacio y salieron usted, Miquis y otro sujeto. Eso es... Bien decía yo que no era la primera vez... Después he tratado mucho a Miquis. Es simpático.

Yo tampoco había tomado nada aquel día, pero quise que mi padre comiera lo que le hacía falta. Cuando bajé, tragando unas cortecillas que había dejado, y la vi á usted otra vez en el corredor, le juro que me pareció más hermosa que la Virgen. Quise darla las gracias; pero no fuí capaz de decir una palabra. Pasé con la montera en la mano, sin dejar de mirarla.