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Mabel gritó aterrada, al darse cuenta de sus intenciones, pero un instante después, con una vil imprecación, arrojola de espaldas por sobre la muralla, cayendo ruidosamente y desamparada al fondo de las profundas y obscuras aguas.

La controversia concluyó, y María de la Paz, más dada al sermón que á la doctrina teológica, prosiguió arengando á Clara, que, sentada como un reo en el banquillo, estaba aterrada en presencia de tan severos jueces. La opinión de la mujer decía la matrona, es cristal finísimo que se empaña al menor soplo.

Lo que voy á deciros, debéis olvidarlo; debéis olvidar que os habla el inquisidor general. ¡Dios mío! exclamó la joven poniéndose de pie, pálida y aterrada. Nada temáis; el inquisidor general, tratándose de vos, y por ahora, ni ve, ni oye, ni siente; más claro: en estos momentos no soy para vos más que el hermano adoptivo de vuestra madre. ¡Dios mío! repitió Dorotea juntando las manos.

La clase estaba aterrada: semejante acto de dignidad no se veía casi nunca: ¿quién se iba á figurar que Plácido Penitente...? El catedrático, sorprendido, se mordió los labios y le vió alejarse moviendo la cabeza algo amenazador. Con voz temblorosa empezó entonces el sermon sobre el mismo tema de siempre, aunque con más energía y más elocuencia pronunciado.

Cambió de fisonomía, sus manos temblaron, y viendo á Herminia que, aterrada, se había detenido á tres pasos, se puso á gritar: ¡Mi hija! ¡Oh, Dios mío! ¿Me aborreces ya? Entonces ¿qué va á ser de ? Grandes sollozos sacudieron nerviosamente á la solterona, que, avergonzada de su debilidad, se cubrió el rostro con las manos y cayó aniquilada en una butaca.

Sin embargo, veía delante de á doña Ana, pálida, llorosa, aterrada. El duque necesitaba decirla algo. Vaciló algún tiempo, y al fin la dijo: No soy el rey, pero soy sobre poco más ó menos lo mismo que el rey; ¿queréis servirme? dijo doña Ana ; vuestra soy en cuerpo y en alma si me salváis y me vengáis. ¡Vengaros! ¿y de quién? Del duque de Uceda.

Rosa, al oír aquel cúmulo de asquerosidades, pensó que su tío se había vuelto loco o que tenía algún diablo metido en el cuerpo, como había oído muchas veces referir en los ejemplos de las novenas, y huía de él cuidadosamente, y andaba por la casa sobresaltada, inquieta, aterrada, aunque sin atreverse a contar lo que sucedía a su padre ni a Ángela.

Cuando entró en su casa doña Juana de Velasco, duquesa de Gandía, de vuelta de palacio, se encerró diciendo á su dama de confianza: Cuando vengan don Juan Téllez Girón y su esposa doña Clara Soldevilla, introducidlos y avisadme. A seguida se sentó en un sillón, y quedó inmóvil, pálida, aterrada, muda como una estatua.

¿Y cómo pongo yo esto en la pera? dijo Montiño, cuya voz aterrada por el miedo, apenas se oía. Introducid el veneno con la punta de un cuchillo. Montiño se dominó, tomó la pera, y con un cuchillo la hizo una hendedura. Luego, con una agonía infinita, llorando, rezando, estremeciéndose todo, tomó de aquellos polvos con la punta del cuchillo, é introdujo otra vez la punta en la hendedura.

Sucedió uno de esos solemnes silencios que se hacen oír; uno de esos silencios cuya duración no se puede contar: uno de esos silencios que son más elocuentes que todas cuantas palabras pudieran imaginarse para reemplazarles. Luego Amparo dijo con la voz trémula, como aterrada: con acento incomprensible: ¿Lo manda él? El desea que ... vivas mejor... que... en fin...