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Si le dijese tal día, de tal manera me casaré con su hija, como yo mismo no lo , mentiría, y la mentira jamás ha manchado mis labiosPausa. Romadonga vacía de un trago la copa que tiene delante, se limpia con el pañuelo los labios que jamás manchó la mentira, y prosigue: En estas circunstancias especiales, especialísimas, en que nos hallamos, ¿qué partido adoptar?... Conviene que meditemos.

Pero, hombre, ¿la quiere usted más dentro del teatro todavía? dijo Romadonga sacudiendo la cabeza desesperadamente. Mientras una cruel pulmonía postraba en el lecho a Mario, su nombre corría por la prensa periódica, era objeto de apasionadas discusiones. El fallo del jurado, en lo que a él se refería, fue condenado como injusto por varios críticos.

No se hartaba de felicitarse a propio de haber tenido bastante habilidad para no haber caído en la red. Amigo Romadonga, por esta vez se ha equivocado usted. No hay tal disgusto matrimonial dijo resueltamente Mario. Me alegro, me alegro muchísimo. Ojalá no haya entre ustedes jamás motivo de discordia repuso Matusalem con amabilidad.

A Timoteo es a quien le arden las orejas... Diga usted, ¿cómo no han estado ustedes esta tarde en la Castellana? Eso cuénteselo usted a mamá. ¿A mi, niña? exclamó vivamente doña Carolina. ¿Qué estás ahí diciendo? ¿No sabes que tienes padre? Y volviéndose hacía Romadonga: Pantaleón no ha querido que hoy fuésemos a paseo, sin duda temiendo a la humedad por lo mucho que ha llovido estos días.

Y descomponiéndose de pronto comenzó a vociferar bárbaramente, a proferir blasfemias y amenazas que hacían retemblar la casa. Concha corrió a refugiarse en su cuarto. Romadonga trató de calmarle; pero viendo que eran inútiles sus esfuerzos y que la vecindad se estaba enterando, tomó el sombrero y se fue.

Romadonga gozaba de todo paseando su mirada serena por los circunstantes, en particular por el sexo femenino, recorriendo los grupos y dejando en cada uno testimonios de su gracia y amabilidad. Al contrario de los jóvenes del comercio que gustaban de vocear, don Laureano lo hacía y lo decía todo con sordina.

¿Qué ha de pasar? ¡Lo de siempre! repuso Mario de mal humor. ¿No lo ve usted? añadió fijándose en la puerta. Por detrás de los cristales se traslucía la silueta de una mujer. Al cabo de pocos instantes viose llegar de nuevo a Romadonga mordiendo el imprescindible cigarro y con el mismo paso tranquilo, dirigiendo miradas insolentes a las parroquianas.

Uno de ellos, cierto almacenista de camas que solía acercarse a la mesa de vez en cuando, se atrevió a decir respetuosamente: La verdad es que esa mujer, en mi pobre opinión, no le conviene a usted, señor Romadonga. ¡Ya lo creo que no me conviene! exclamó el seductor con furia. ¡Vaya una noticia que usted me da!

Miguel Rivera, que paseaba con Mario, había mirado dos o tres veces con inquietud hacia allá. Al fin, no pudiendo contenerse, exclamó: Mira, chico, haz el favor de llamar a tu mujer, porque ese bandido de Romadonga debe de estar diciéndole alguna desvergüenza. Mario se apresuró a cumplir el encargo, con gran satisfacción de la pobre Carlota, que estaba en brasas.

Más tarde les facilitó entradas para las exposiciones, y sabiendo lo aficionado que era el sillero a los toros, fingiéndose ocupado, más de la mitad de los domingos le daba el billete de su abono. Finalmente entró en la casa. Romadonga era hombre flexible y dúctil hasta un grado increíble. Con el mismo aplomo entraba en la casa de un grande de España que en la de un menestral.