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Hoy, que es día de gloria, también yo me atrevo a pedirles que me perdonen. Hace ya años, y aunque con la mejor intención, yo les he hecho sufrir. Y algo peor: yo he contribuído, con mi aturdimiento insensato, a hacer desgraciada a Angustias, quizás a don Pedrito, y, desde luego, a ustedes. ¡Bien lo he pagado! Dios me perdonará. Perdónenme ustedes. ¿Qué dice usté ahí, Felicita? No sea usté simple.

¡Francisca! dijo la abuela con cierto tono de severidad, va usted a decir tonterías, hija mía. , es verdad... Me callo respondió Francisca con esa gracia irresistible que hace que se le perdonen todas sus imprudencias.

Correo soy de seguro. Para correo habéis nacido. Por mi mala estrella; que los portes pueden ser tales, que de buena voluntad se perdonen. Sois hombre afortunado. Decidme, ¿dónde está mi fortuna, ya que habéis dado con ella? ¿Pues qué, no os amo yo? ¡Si se muriera uno! Dadle por muerto. Pero id, id, don Francisco, que creo que importa más de lo que pensamos. Adiós, pues, señora mía.

Deseo perdonar y que me perdonen.... Eso de darse las manos con cien leguas de por medio no está en mis libros.... ¡Qué matrimonio tan desgraciado, D. Benigno! Dios quiera que el cólera no separe más a marido y mujer. ¡Señora, por amor de Dios!... No crea usted que es mala intención. Es lo contrario.... Les deseo toda clase de felicidades.

Así se entró en la taberna, y de un sorbito en otro emborrachóse y quedóse dormido; cuando los del acompañamiento volvieron del entierro y lo hallaron tendido en el suelo, lo llamaron; él, recordando, les dijo: "Mal hora, señores, perdonen sus mercedes, que ma Dios non hay así cosa que tanta sed y sueño poña como sinsaborios."

D. Laureano la miró, sacudiendo al mismo tiempo la cabeza con indignación. ¡Allá voy, escandalosa, allá voy! respondió entre resignado y furioso, y volviéndose a los esposos añadió bajando la voz: Me voy por evitarles otro disgusto. El peor de los males no es tratar con animales, sino con locos. Perdonen ustedes. Buenas noches. Y salió detrás de su querida.

Perdonen ustedes dijo el conde. No hay novela sin prólogo, y yo debo concluir el mío. Adelantándome a toda sospecha he de advertir en primer término que nunca inventé yo nada. Explicaré cómo ha venido a mis manos ese manuscrito. Hace año y medio fui nombrado albacea de un amigo mío, y al registrar y clasificar sus papeles me topé con unas Memorias.

Carlota estaba aterrada: se había refugiado en un rincón, mientras Mario, ayudado por el mozo que había acudido al ruido, trataba inútilmente de separarlos. Al cabo de muchos esfuerzos lo consiguieron. D. Laureano tenía un arañazo en la mejilla, del cual brotaban algunas gotas de sangre. ¡Qué loca! ¡qué loca! decía limpiándose con el pañuelo. Perdonen ustedes el mal rato.

Si bien más de las tres cuartas partes de mi fortuna actual ha sido adquirida en gloriosos combates, no por eso es otro su origen que el que acabo de indicar. »Al volver á Francia, en mi vejez, me informé de la situación de los Champcey d'Hauterive: era dichosa y opulenta. Continué guardando un profundo silencio. ¡Que mis hijos me perdonen!

En este idioma nos preguntaron qué queriamos comer. Perdonen ustedes señores, no me atreví á llamarlos garçones; no somos italianos: somos gentes que querémos comer, y que agradecerémos á ustedes infinito que nos traigan pronto la lista de la fonda.