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Le dio un vuelco el corazón: era la voz de su madrastra. Al instante se abrió el ventanillo y le preguntaron: ¿Qué deseaba V.? ¿La señora viuda de Rivera?... señor dijo la criada abriendo la puerta. En aquel momento Miguel estaba, sin saber por qué, completamente sereno. ¿Cómo es su gracia? Miguel Rivera. Voy a avisar: tenga V. la bondad de aguardar un instante.

Rivera para aquí, Rivera para allí, Rivera esto, Rivera lo otro, en todas partes hacía falta y para todo se le consultaba. ¡Cómo no, si sabía casi tanta música como la intendenta y poseía una voz aceptable de tenor! Así que de hecho él era el director de la fiesta, por más que aquella lo fuese de derecho. Se iba a cantar un acto de la Lucía, de Donizetti, y otro del Coradino, de Rossini.

El negocio no era tan fácil y expedito como a primera vista parecía: el Sr. de Rivera había sido siempre extremadamente escrupuloso en el lavado, planchado y demás artes decorativas; gustaba asimismo de que todas las prendas que usaba le viniesen como anillo al dedo; cualquier discrepancia en esta materia conseguía alterarle la bilis.

Además, si para alguno limaba un poco la punta afilada de su lengua Rivera, era para nuestro joven. Fácilmente se advertía su predilección cuando se hallaba en la tertulia del café. El antiguo periodista vivía solo con su hijo en un cuarto sin lujo, pero limpio y agradable, de la calle de Recoletos.

Ahí te envío una carta que por la letra me parece de él: supongo que será dándote parte de la boda. El cuerpo de Estado Mayor me manda darte recuerdos. Mamá lo mismo. Yo no me contento sino con un fuerte mordisco en una oreja: ya sabes que soy especialista en ese ramo. Avisa cuando sales. Dentro de ésta venía otra carta de D. Manuel Rivera noticiándole su próximo matrimonio.

Paseó su mirada lánguida por los circunstantes esperando que se le pidiese explicación de aquel cansancio. Pero D. Laureano atendía a su juego; Adolfo Moreno seguía enfrascado en la lectura; Miguel Rivera, que hacía un rato había llegado, se le quedó mirando fijamente y con cierta sonrisa burlona. El único asequible en aquel momento era Mario. A él se dirigió metiéndole la boca por el oído.

Yo creo manifestó Rivera con voz conmovida que son los que mejor me ha sacado Utrilla hasta ahora... Y el género es muy rico... inglés legítimo... tócalo, haz el favor de tocarlo... Miguel le dio un pellizquito al paño y dijo que , que era bueno. ¡Doce duros, amiguito!

Otros lo sostuvieron, o por convicción o por amistad hacia los jurados, o por envidia al nuevo artista. Rivera había quedado casi tan estupefacto como Mario y casi tan acobardado. Temía que su cariño le hubiese ofuscado. Pero cuando vio la lucha empeñada lanzose intrépidamente a ella.

Cómo D. Bernardo Rivera había descendido tan abajo y doña Martina había subido tan arriba, no era fácil de explicar en aquel tiempo; años atrás no había tal dificultad para los que apreciaban, en su justo valor, las carnes macizas y sonrosadas de la buena señora.

En la misma noche el consejo de guerra, presidido por aquélla, condenó al reo nombrado Miguel Rivera a seis años de presidio con retención, que debían purgarse en un edificio grande, feo y sucio, sito en la calle del Desengaño donde se leía con caracteres borrosos este rótulo: Colegio de 1.ª y 2.ª enseñanza bajo la advocación de Nuestra Señora de la Merced.