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A las seis y media de aquella misma tarde no se veía un solo carruaje en el Retiro ni en el Parque, y centenares de ellos, por el contrario, atravesaban al trote largo el Paseo de Recoletos, atestado ya de gente, y seguían en confuso remolino hacia la Fuente Castellana.

A culatazos bajaba la escalinata el rosario de prisioneros, y el dictador los colgaba sin piedad de los árboles de Recoletos, con un cartelón en el pecho: «Por traidores a la cultura y fomentadores de la barbarie pública...» Sin salir del edificio, se daba una vueltecita por los salones del Arte Moderno y entraba a saco en este hospital de monstruos, horrendo almacén de fealdades y ñoñerías históricas.

En la caída del convento y ya entrada en horas la noche, charlábamos sobre la madre patria, el cura del pueblo, excelente padre de la Orden de Recoletos, un oficial de partidas y mis queridos y buenos amigos de expedición, Melchor Ordoñez y Ciriaco Oñate, ayudante el primero del General de Marina y médico militar el segundo.

Pues te acompañaré en él a tu casa, y me llevará después a la mía. ¿Traes armas? dijo ella muy bajo. , un revólver. Siguieron ambos hacia Recoletos, mirando ella a todas partes muy azorada, procurando él rechazar con la idea de que era un chasco de Carnaval la carta de Pérez Cueto la inquietud que a pesar suyo le causaba el extraño terror de Currita.

Aquello le parecía unas veces romántico hasta la ridiculez, otros ratos sentía ganas de llorar. Una mañana de la primavera de 1872 ocho o nueve meses antes de aquella cena en que los padres de Pepe hablaron de la próxima llegada de Tirso estaban en San Pascual, de Recoletos, tocando a misa de once.

Al llegar cerca del convento de Recoletos, era ya de noche. ¿Quién vive? gritó el centinela. España. ¿Qué gente? Paisanos. Adelante. Volvieron a mostrar sus documentos al cabo de guardia y entraron en la ciudad carlista. Pasaron por el portal de Santiago, entraron en la calle Mayor y preguntaron en la posada si había alojamiento. Una muchacha apareció en la escalera.

Es esta calle muy corta, y formábanla en aquel tiempo, por la acera de la izquierda, la gran verja del jardín que rodea a un hotel de Recoletos, un solar lleno de escombros y la esquina de una casa de la calle de Serrano, en la cual se abría una puertecilla, al parecer condenada; a la derecha, extendíase primero la fachada lateral de cierto edificio público; seguía luego un hotel suntuoso, y terminaba la acera con otro solar en construcción y la esquina de otra casa de la calle de Serrano, en que no había puerta ninguna.

Hacía ya tiempo que sostenía una lucha sorda, pero terrible, con Pérez, otro concejal no menos ambicioso, para obtener este puesto, en el cual sus grandes dotes de innovador podrían brillar espléndidamente. El Retiro, Recoletos, la Castellana, el Campo del Moro esperaban un redentor que les diese nueva y deslumbrante vida, y este redentor no podía ser otro que Maldonado.

Su ánimo fue pasando rápidamente del mayor desaliento a la más caprichosa esperanza, y por fin, tras muchas alternativas de animación y desfallecimiento, temiendo que lo novelesco degenerase en ridículo, decidió no volver a poner nunca los pies en casa del señor de Ágreda, ni a pasar jamás por Recoletos a las horas de misa.

Un violinista sin albergue fué a operar a un tendero gallego, y entró en su almacén tocando la alborada de Veiga... ¡Y luego dicen que la música domestica a los animales! El pobre músico tuvo que terminar su melodía y la noche en un banco de Recoletos. Para pedir dinero es preciso ser un psicólogo sutil. ¡Nadie lo da generosamente!