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Actualizado: 25 de octubre de 2025


Mario alzó la cabeza bruscamente; abrió los ojos de un modo desmesurado, mirando a su amigo con vaga expresión de terror; se puso horriblemente pálido, y, alzándose del diván, salió corriendo de la estancia sin pronunciar una palabra. Rivera quedó un instante inmóvil con la vista fija en la puerta; luego salió también a la carrera en pos de él.

Advierto con placer que cada día penetra usted más adentro en los misterios de la morfología. Adolfo hizo un gesto de mal humor, mientras los demás sonreían. Le mortificaba profundamente el apodo que Rivera le había puesto y las bromas constantes que le merecían sus aficiones científicas.

No hay inconveniente. Se halla en el jardín en este momento... Pasen ustedes por aquí. Los condujo al través de varias estancias y corredores hasta una puertecita. Abrió un ventanillo que tenía y les invitó a mirar. Miró primero Timoteo, luego Rivera; el último fue Mario. El ingenioso D. Pantaleón se hallaba sentado en uno de los bancos de piedra del jardín rodeado de seis u ocho individuos.

En seguida... si es de día, que le metan en una litera y le lleven á una de mis casas desalquiladas... mi criado Rivera os llevará á ella... Muy bien, señora. Luego... cuando sea de noche y en la misma litera, que le saquen resguardado por cuatro alguaciles á caballo, para Segovia. ¿Cuatro alguaciles no más? ¿y si se escapa? Que sean buenos los cuatro.

De todos modos, le decía una voz interior, la falta de la generala no puede excusar la tuya; si todos se echasen la misma cuenta, el mundo no sería más que un hato de pícaros; además, él estaba en peor caso que los otros porque tenía con la generala cierto parentesco espiritual formado por la diferencia de edad y por las relaciones especiales que habían mediado entre ellos; el general, por otra parte, había sido el amigo y el compañero de su padre, y nadie estaba tan obligado como el hijo del brigadier Rivera a respetar su honor y sus canas.

Desde la última vez que le vimos, D. Manuel Rivera había envejecido bastante en realidad, en apariencia muy poco; el vientre le había crecido, las patas de gallo se habían acentuado, el cabello y la barba estaban poblados de canas. Mas como acudía, casi tan pronto como su compañero el mayor del Consejo, al reparo de estos mandobles del tiempo, amortiguaba su fuerza y la herida apenas se mostraba.

Ahora voy a verte el cerebro. ¡Aguarda un poco! Y le oprimía con sus rodillas el pecho. De tal suerte que el infeliz escultor hubiera perecido si Miguel Rivera no entrase en aquel momento. Con su ayuda pudo levantarse, y con la de los vecinos que acudieron al ruido se logró sujetar al loco y atarlo con la misma cuerda que aprisionaba a la desgraciada criatura.

Artacho, pues, obraba entónces como un espía, agente del General Primo de Rivera, toda vez que quería aniquilar la revolución, quitándola su más poderoso elemento, cual era, el dinero.

Como Miguel era parco en los elogios y su espíritu más propenso a la burla que al entusiasmo, al menos en apariencia, Mario experimentó al oír tales palabras vivo placer. Trascurridos algunos días, Rivera volvió a sacarle la conversación de la escultura. Se anunciaba una exposición de bellas artes para la próxima primavera.

En cuanto pisó el despacho del antiguo periodista las fuerzas le abandonaron por completo. Dejose caer en un diván, y los sollozos, largo tiempo comprimidos, estallaron, amenazando romperle el pecho. A los ojos de Rivera brotaron también las lágrimas y, sentándose al lado de su desdichado amigo, le dirigió tímidas palabras de consuelo. Bien sabía que para aquel dolor no había consuelo posible.

Palabra del Dia

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