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Actualizado: 25 de junio de 2025
Don Fernando de Rivera, á causa de un desafío, se ha visto obligado á ausentarse de repente de Sevilla, su ciudad natal, y refugiádose en Madrid, en donde se encuentra al principio en grande apuro. Casualmente es un vivo retrato de un cierto Don Lope de Luján, hasta el punto de engañar á la familia de éste, de la cual se había separado largo tiempo hacía.
Si Diego de Rivera hubiera desempeñado sus encargos con mas prevision, con otro amor, ó con mas humanidad; repitiendo los auxilios con las embarcaciones de su mando, se hubieran fijado aquellas poblaciones; ó por lo menos no se hubieran perdido tan leales y desgraciados españoles: pero su inconstancia, y el ningun sufrimiento á los trabajos, hicieron inutiles los esfuerzos del Rey, y sacrificaron á estos infelices.
Rivera, criado de confianza de la condesa, fué á cumplir las órdenes de su señora; poco después entró en la tienda con Santos. La condesa se dirigió entonces á la tendera, que estaba admirada y aun enorgullecida por tener á una tan gran señora y tan hermosa en su casa: Necesito la dijo un lugar donde hablar á solas con este hidalgo.
No importa, es un infame. ¿Tú has estudiado lógica? Bien, pues sabrás que para que el conocimiento se produzca son necesarios dos términos: sujeto y objeto. Aquí falta sujeto... Pero dejemos eso ahora. Hablemos de ti. ¿Qué piensas hacer? ¿Cuáles son tus proyectos? Mario alzó los hombros sonriendo y no despegó los labios. Aquel gesto volvió a poner serio y meditabundo a Rivera.
Así, pues, cuando salió de casa de su padre y se metió en su silla de manos, se hizo llevar á una tienda inmediata, donde tomó una silla y se ocultó tras de la puerta. Rivera dijo á un hombre embozado que acompañaba á la silla de mano ; id, entrad casa del duque, buscad á su secretario Santos, y decidle de mi parte que venga.
Otras veces, cuando paseaban juntos por el Retiro y llevaban largo rato sin despegar los labios, decía Miguel: ¿A que no sabes, Perico, para lo que me sirves tú en el paseo? ¿Para qué? Para darme sombra. En efecto, Mendoza era tan alto y tan gordo, que la figurilla de Rivera se resguardaba perfectamente detrás de él.
De este modo las carcajadas fluían sin cesar. Mario se dejaba caer contra los quicios de las puertas y se quitaba el sombrero y se apretaba el estómago para no reventar de risa. Casi otro tanto le pasaba a Carlota. Ambos repetían a cada instante: ¡Dios mío, lo que se va a reír Rivera! De esta suerte caminaron alegremente la vuelta de su casa.
Miguel Rivera, que paseaba con Mario, había mirado dos o tres veces con inquietud hacia allá. Al fin, no pudiendo contenerse, exclamó: Mira, chico, haz el favor de llamar a tu mujer, porque ese bandido de Romadonga debe de estar diciéndole alguna desvergüenza. Mario se apresuró a cumplir el encargo, con gran satisfacción de la pobre Carlota, que estaba en brasas.
Hizo aquí una pausa larga el irritado señor de Rivera, y dijo después en tono perentorio, saliendo del comedor: ¡Que no te vuelva a ver esas patillas! Enrique recibió la reprensión de malísimo talante, con los codos apoyados en la mesa y la cabeza metida entre las manos en señal de protesta.
Nadie se atrevió, sin embargo, a hablarle de ellos. Cuando concluyeron de almorzar se procedió a hacer el café sobre la misma mesa, tarea en que de antiguo se placía la familia de Rivera, y a la cual concedía extremada importancia. En esta ocasión, la importancia era mucho más grande porque se trataba de ensayar una nueva maquinilla que Carlitos había encargado a París.
Palabra del Dia
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