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Aquella noche fue, en efecto, Miguel con su tío a casa de la intendenta, quien le recibió con mucho agasajo: no tanto a los tres o cuatro amigos de que había hablado tío Manolo, y que fueron entrando uno después de otro. Todos ellos eran entrados en días; uno era coronel retirado; otro, catedrático de matemáticas en la facultad de ciencias; otro, ex-gobernador de provincia.

Sin embargo, éste era el único con quien se humanizaba a ratos. Echando la vista en torno y advirtiendo el lujo que allí reinaba, pronto se convenció Miguel de que los tertulianos todos, sin exceptuar a su tío, apetecían la mano un poco rugosa ya de la intendenta.

El gesto habitual de la intendenta era de disgusto; cuando la preguntaban por su salud, siempre contestaba: regular.

Observó Miguel que la intendenta ejercía una soberanía absoluta, casi despótica, sobre esta diminuta tertulia; ordenaba en tono perentorio cualquier servicio, contestaba con acritud a las observaciones que la hacían, y en general se mostraba bastante indiferente a las atenciones y acatamientos que a cada instante la prodigaban aquellos señores, incluso el tío Manolo.

Finalmente, en esto, como en todo lo demás, se reconocía el gusto y la esplendidez de Rivera. Su aparición causó mágico efecto en el auditorio y fue saludado con una salva de aplausos. También a la intendenta se la aplaudió al salir.

Rivera para aquí, Rivera para allí, Rivera esto, Rivera lo otro, en todas partes hacía falta y para todo se le consultaba. ¡Cómo no, si sabía casi tanta música como la intendenta y poseía una voz aceptable de tenor! Así que de hecho él era el director de la fiesta, por más que aquella lo fuese de derecho. Se iba a cantar un acto de la Lucía, de Donizetti, y otro del Coradino, de Rossini.

Tenía además la intendenta otro defecto que, apesar de su acreditada paciencia, solía indignar a los pretendientes; se dormía a menudo en la butaca y los tenía toda la noche hablando entre y en voz baja; noches perdidas para el bloqueo de la plaza, que causaban profundo desaliento en los tertulios.

En cambio la intendenta apretó de firme, sobre todo en la declamación: al echar los brazos al cuello a Rivera para retenerle, estuvo inimitable. Cuando bajó el telón, tío Manolo, desesperado, saltándosele las lágrimas, agitó los puños contra el suelo exclamando: ¡Infame tierra! ¿por qué no te abres y me tragas?

Donde la intendenta le llevó mucha ventaja fue en la mímica: Anita era una consumada actriz, mientras el tío Manolo se movía poco y con trabajo en la escena. El acto de Lucía comenzó igualmente muy bien: los coros, contra lo que se esperaba, estuvieron bastante acertados: Rivera dijo sus primeras frases de indignación con buen éxito: el concertante tampoco salió mal.

Todo esto era motivo de indignación para la intendenta. «De trapos muy bien solía decir con amargura; pero de música están VV. tan desnudos como su madre los parióEl tío Manolo lo tomaba con más filosofía, sobre todo en lo que tocaba a las señoritas.