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Pero... exclamó interrumpiéndole su camarada de colegio, que, comenzando por echar á broma la historia, había concluido interesándose con su relato: ¿cómo estaba allí aquella mujer? ¿No la dijiste nada? ¿No te explicó su presencia en aquel sitio? No me determiné á hablarla, porque estaba seguro de que no había de contestarme, ni verme ni oirme. ¿Era sorda? ¿Era ciega?

Verdad era que no habían quedado en tal cosa; ocho días faltaban para la próxima confesión, ¿por qué había de venir? «Por que , por que él lo necesitaba, porque quería hablarla, decirle que aquello no estaba bien, que él no era un saco para dejarlo arrimado a una pared, que la piedad no era cosa de juego y que los libros edificantes no se tiran con desdén sobre los bancos de la huerta; ni se pierde uno entre los árboles de Frígilis sin más ni más, en compañía de un buen mozo materialista y corrompido». Pero, no, no pareció por la capilla Ana. «Sabe Dios dónde estarían. ¿Qué expedición era aquella?

Le la mano, y él la retuvo en las suyas y me dijo en tono de reproche: ¿Por qué huye usted de ? Hace un mes que no encuentro medio de hablarla. Ya sabe usted que el cuidado de mi padre ocupa todo mi tiempo. ¿Está solo en este momento? Están con él los Marqueses de Oreve. Entonces no hay sitio para y debo marcharme, a no ser que usted tenga la indulgencia de hacerme quedar.

Tomaba el primer pedazo de papel que le venía a la mano, y sin cuidarse de guardarlo entre esencias, escribía a su novio con lápiz la mayoría de las veces. ¡Si las mujeres supiesen la importancia de estos miserables pormenores! Venturita había dado vueltas todo el día alrededor de su madre, esperando ocasión de hablarla sin testigos.

En aquel momento anunció un criado a Currita que el señor ministro de la Gobernación deseaba hablarla con urgencia.

En vez de galantearla descaradamente, adoptó un temperamento más insinuante, colmándola de atenciones delicadas, estableciendo mayor confianza entre ellos, mostrándola, en una palabra, mucho cariño, pero sin hablarla de amor. La niña rebosaba de dicha. Espezaba a sentirse adorada. Creía que la simpatía y el afecto con que siempre se habían tratado Pepe y ella se transformaban al fin en amor.

Seguramente lo hubiéramos hecho, si aquella mujer hubiera levantado la vista hácia nosotros, pero en balde. Al pasar esta vez por su orilla, esforzamos la voz, procuramos hacer ruido; nada: aquellos ojos estaban cosidos al zapato. Nosotros pasamos por fin, nos alejamos volviendo la cara, hasta que la perdimos de vista. La saboyana quedó allí. ¿Hemos hecho bien en no hablarla?

Y ahora Raquel dormía, la pobre Raquel que no olvidaba, ciertamente, la perversidad de Adriana, y que no había vuelto a hablarla desde la ocasión del penoso diálogo en casa de su tío. Ahuyentando esta idea penosa, siguió divagando; algunas frases de Julio que tornaban murmurando a sus oídos, le hacían el efecto de una pura y permanente adoración.

Pero una vez resuelto a alejarse se había quedado, aplazando la partida para saborear la perfumada dulzura de la última contemplación, y, por fin, un día, pudo hablarla. Ya podía oír su voz, una voz reposada, que era armonía lenta, música velada, eco de una alma profunda. ¡Qué sutil virtud había en sus palabras!

Temía hablarla de mi amor; temía indicárselo; temía que ella se violentase, que se fingiese enamorada de para pagarme con un sacrificio inmenso mi protección... ¡No! Esto no podía ser... ¡yo debía continuar con mi careta puesta... es más: debía mostrarme contento, feliz... sólo me quedaba un recurso: estar poco tiempo a su lado y viajar mucho; evitar un momento de olvido. Yo era infeliz.