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En el centro del corro los enormes jaulones, donde aleteaban inquietos los pajarracos de la Albufera o los pardos palomos, estremeciéndose a cada descarga, temiendo que les tocase el turno de volar por entre la lluvia de plomo; y junto a ellos el héroe de la fiesta, el colombaire, un mocetón despechugado, al aire los bíceps de hércules, limpiándose el sudor, girando como una peonza, haciendo toda clase de muecas y voceando la frase sacramental «¡a pacteantes de soltar las alas que oprimía entre sus manos ¡Allá va...! Y aquello era una batalla.

Ya estaba allí la representación de las dos vegas: la de la izquierda del río, la de las cuatro acequias, la que encierra la huerta de Ruzafa con sus caminos de frondoso follaje que van á extinguirse en los límites del lago de la Albufera, y la vega de la derecha del Turia, la poética, la de las fresas de Benimaclet, las chufas de Alboraya y los jardines siempre exuberantes de flores.

Los ceramistas valencianos del siglo XVIII los habían ornado con galeras berberiscas y cristianas, aves de la cercana Albufera, cazadores de blanca peluca que ofrecían flores á una labradora, frutas de todas clases y briosos jinetes cabalgando en caballos como la mitad de su cuerpo ante casas y árboles que apenas llegaban á las rodillas del corcel.

A lo largo de ámbos ríos hay muelles espaciosos, donde atracan centenares de barcas y botes, y muchos vapores planos, de construcción especial para la navegacion del Ródano y del Saona. La plaza de Tholozan, á la orilla derecha del Ródano, no es notable sino por la hermosa estatua de bronce del mariscal Suchet, duque de Albufera, que hizo la guerra en España en 1808 y los años siguientes.

Rafael, incorporándose, veía por detrás de la ermita toda la Ribera baja; la extensión de arrozales bajo la inundación artificial; ricas ciudades, Sueca y Cullera, asomando su blanco caserío sobre aquellas fecundas lagunas que recordaban los paisajes de la India; más allá la Albufera, el inmenso lago como una faja de estaño hirviendo bajo el sol; Valencia cual un lejano soplo de polvo, marcándose a ras del suelo sobre la sierra azul y esfumada; y en el fondo, sirviendo de límite a esta apoteosis de luz y color, el Mediterráneo; el golfo azul y temblón, guardado por el cabo de San Antonio y las montañas de Sagunto y Almenara que cortaban el horizonte con sus negras gibas como enormes cetáceos.