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Edificó y amuebló también la Wingdam House, que los atractivos de su esposa mantuvieron siempre rebosando de huéspedes; fue elegido miembro de la asamblea, hizo donativos a iglesias y se dio su nombre a una calle del pueblo.

El viento que soplaba constantemente sobre Wingdam, penetraba en el aposento por diferentes aberturas; la ventana era sobrado pequeña para su rompimiento, donde colgaba dando extraños chirridos. Parecíame todo repugnante y desaseado.

Jacobo descorrió el cerrojo, y la puerta se abrió; pero por vez primera en su vida perdió el aplomo, se levantó bamboleando, y una oleada de sangre enrojeció hasta la frente su pálida cara. Allí mismo, en su cuarto, estaba la señora de la diligencia de Wingdam, a quien Moreno, dejando caer las cartas, saludó, exclamando con ojos de asombro. ¡Mi mujer!... ¡Cielos!

La bebida parecía también haber impreso su huella en aquella naturaleza, pues se sobresaltó al ver a don Jacobo, y parecía embarazado y confuso. Creí que estaba aquí Catalina... balbuceó. Don Jacobo sonrió, con la sonrisa que le hemos conocido en la diligencia de Wingdam, y se incorporó como dispuesto a tratar de graves cosas. Pero. ¿No has venido en la diligencia? continuó el recién llegado.

No podría asegurar si todo esto fue un sueño, pero jamás presencio el drama ni oigo la noble frase referente a Dos almas... sin pensar en los hosteleros de Wingdam. Acababa de llegar la diligencia de Wingdam.

La madera verde de las paredes despedía humedad, que penetraba aún al través de la piel de plantígrado que me habían entregado. Me sentí como Robinson Crusoe en su árbol, después de retirar la escalera, o bien como el niño a quien se mece en la cuna. Al cabo de media hora de insomnio, sentí haberme parado en Wingdam.

La Crónica de Wingdam de la semana siguiente, bajo el título de «Escena conmovedora», decía: «En nuestra ciudad, donde tan frecuentes son hechos e incidentes de todo género, ha tenido lugar ayer uno de los más tiernos y conmovedores que registra la historia de California.

Acercó entonces Melín su silla a la ventana, y contempló la ciudad de Wingdam, a la sazón pacíficamente dormida bajo sus duras siluetas y chillones colores, armonizados por la luz que la luna derramaba sobre el panorama. En medio del nocturno silencio, oíase el murmullo del agua en los canales y el suspiro del aire en los pinos de la selva vecina.

Quedeme sombriamente de pie con mi manta y saco de viaje bajo el brazo, contemplando la diligencia en marcha, y eché una mirada de despedida al galante conductor, que, colgado del imperial por una pierna, encendía su cigarro en la pipa de un postillón que corría. Después, me volví hacia el apacible hotel de la Templanza, en Wingdam.

Un momento después, a los ojos somnolientos del mozo no era más que una movediza nubecilla de polvo en el horizonte hacia donde una estrella, separándose de sus hermanas, dejaba un rastro luminoso. Los moradores a orillas del camino de Wingdam, oyeron, al amanecer, una voz vibrante como la de la alondra, cantando por la llanura.