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Los últimos rayos del sol poniente franjaban de oro y de púrpura estos enormes turbantes formados por la niebla, parecían incendiar las nubes agrupadas en el horizonte, rielaban débiles en las aguas tranquilas del remoto lago, temblaban al retirarse de las llanuras invadidas ya por la sombra, y desaparecían después de iluminar con su última caricia la obscura cresta de aquella oleada de pórfido.

Miró con recelo hacia la puerta, y viéndola cerrada y asegurada, se le serenaron algo los ojos, como si juzgase alejado el peligro. En seguida oyó otra vez sonar la tosecilla y sonrió orgullosa diciéndose: «¡Hasta el fin del mundo es capaz de ir por De repente se puso pálida como la cera; quiso suspirar, no pudo, y se le vino al rostro una oleada de sangre. La cosa no era para menos.

Entonces, ¿es ella? dijo extendiéndome la mano. Una oleada de sangre me subió al corazón; a la primera ojeada comprendí que tenía delante de a un amigo, a quien podría confiarme sin reserva. ¡Quiera Dios que haya usted venido en el buen momento! continuó él. De todos modos, vamos a saberlo ahora mismo. Llévame a su lado, Roberto; sin duda la cosa no es tan grave.

Jacobo descorrió el cerrojo, y la puerta se abrió; pero por vez primera en su vida perdió el aplomo, se levantó bamboleando, y una oleada de sangre enrojeció hasta la frente su pálida cara. Allí mismo, en su cuarto, estaba la señora de la diligencia de Wingdam, a quien Moreno, dejando caer las cartas, saludó, exclamando con ojos de asombro. ¡Mi mujer!... ¡Cielos!

Realmente empezamos á ser viejos añadió sonriendo , y sentimos necesidad de rozarnos con la juventud... ¿Era tu amante?... ¿Es él quien motiva tus preocupaciones? La duquesa palideció ante estas preguntas, mostrándose indecisa. Luego quiso hablar. Se notaba en ella el apresuramiento del que desea sincerarse; pero á su palidez sucedió una oleada de rubor.

Sintió el herido que toda su sangre afluía á su corazón, que éste se detenía como paralizado algunos instantes, para después latir con más fuerza, arrojando á su rostro una oleada roja y ardiente. Adivinaba lo ocurrido allá lejos; se lo decía el corazón: Pimentó acababa de morir.

Esta puerta da a un pasadizo oscuro, por donde entran, como por una cerbatana, gritos estridentes, alaridos, bramidos, imprecaciones, carcajadas, cantares, ruidos; son de cadenas que se arrastran, chasquidos de puertas que se cierran, una tempestad continua de sonidos discordantes, secos, desentonados, agudos, horribles; algunas veces, de noche, muy tarde, suele avanzar, jadeante y cansado, por decirlo así, un canto triste, dulce, suspirante, siempre el mismo, cuyas palabras, no se entienden, pero cuyo sentimiento se adivina; canto con el que vuela por la estrecha crujía, apagándose, perdiéndose, gastándose al rozar las paredes, el alma de un ser que llora cantando: suave oleada que se escapa de un océano de sentimiento, y que acaricia mi alma y la consuela.

En diez minutos la Fontana se quedó sin gente, y el rumor exterior pasaba, se oía cada vez más lejano, porque andaba á buen paso la oleada de pueblo que lo producía. Todas las señales eran de que había comenzado una de aquellas asonadas tan frecuentes entonces.

Tan decidido que estaba, hacía poco, a defenderle, y ahora de buena gana le hubiera mordido. ¡Sacramento! Una oleada les separó y Esteven desapareció en el torbellino, siempre sonriendo, como hombre satisfecho de mismo y de los demás. O era un gran farsante o, efectivamente, la quiebra de Schlingen no le había tocado sino de refilón.

Y Maltrana contempló al bondadoso patriarca con una admiración irónica. De vez en cuando se da cuenta de que existe su hija, y la acaricia bondadosamente. La madre, con el buen sentido que ha podido salvar de la oleada de grasa que invade su cuerpo, llama la atención de su marido sobre la conducta de Nélida.