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En el campanario dieron las dos y Moreno dormía todavía. Melín se acercó a la mesa y sacó de su bolsillo un billete que leyó a la luz vacilante de la vela. No contenía más que una sola línea, escrita en lápiz con letra femenina. «Espera en el corral con el boghey a las tresMoreno se agitó desasosegado y por fin despertó. ¡Jacobo! ¿Estás ahí? . Te suplico no te marches aún.

Soñaba ahora, soñaba en los pasados tiempos; Susana y yo nos casábamos otra vez y el sacerdote, Jacobo, era... ¿Sabes quién era? ¡! Melín se rió y sentose sobre la cama, con el papel en los dedos. ¿Es buena señal? preguntó Moreno. Ya lo creo: di, compadre, ¿no sería mejor que te levantases? Moreno de Calaveras se levantó con la ayuda de la mano que Melín le ofrecía. Creo que fumas.

Jacobo Melín examinó con curiosidad a su presuntuoso contrincante. Quizá sabía que estaba predestinado a perder el dinero, y prefería que refluyese en sus propios cofres a que entrase en los de cualquier forastero; así es que asintió con un gesto, y acercó su silla a la mesa. En aquel mismo momento, llamaron a la puerta. Es Lina dijo Moreno.

A la verdad, no era que despreciase el sexo, sino que reconocía en él un elemento engañoso, cuya persecución separaba al hombre de los no menos inconstantes halagos del poker , en el cual se puede decir que don Jacobo Melín era maestro consumado.

Los recuerdos literarios del militar no se remontaban más allá del periódico de la semana anterior, así es que lo comprendió al pie de la letra. No son ovejas continuó, es un jinete. Juez, ¿no es aquél el tordo de Jacobo Melín? Pero el juez no lo sabía, y según indicó la señora Moreno, el aire era demasiado fuerte para más averiguaciones; de manera que tuvieron que retirarse.

Al cabo de poco tiempo, compró la participación de sus socios en la mina Nip-y-Tack, con dinero, que se decía ganado al poker una semana o dos después de la llegada de su mujer, pero que los maldicientes, adoptando el criterio de la señora Moreno sobre la conversión de su marido, atribuían a Melín.

Y te juro que eso no lo soportaría. Todo, menos que se escurra como un alevoso ladrón. Apoyó fuertemente su cara en la almohada, y por algunos momentos no se oyó otro ruido que el tic-tac del reloj, encima de la mesa. Melín encendió un puro y se acercó a la abierta ventana. La luna ya no iluminaba el cuarto, y la cama y el que la ocupaba quedaron en las tinieblas.

Experimentaba cierta satisfacción en amaestrar una yegua pía, a la cual podía pegar o acariciar a su antojo, lo que no podía hacer con su señora. Al penetrar en la cuadra, reconoció a cierto caballo tordo que acababan de entrar, y mirando un poco más allá vio a su dueño. Saludole cordial y sinceramente, correspondiendo Melín bastante hoscamente.

Oyose al mayoral el grito de: «Al coche, señores», y el señor Melín volvió a ocupar su puesto. Tenía ya el pie en la rueda y la cara a nivel de la corrida ventanilla, cuando sus ojos se encontraron de repente con otros que le parecieron los más hermosos del mundo.

Y el cuidado y compostura que desplegaban los holgazanes que estaban parados delante de las ventanillas, según inveterada costumbre, arreglando sombreros y corbatas, indicaba además que la mujer era bonita: todo lo cual observaba desde la banqueta, don Jacobo Melín, con sonrisa filosófica.