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Entonces, envalentonado él por la soledad y aún mas por la emoción que el semblante de Cristeta revelaba, la alcanzó, cogiéndola por una manga del abrigo, al mismo tiempo que con voz trémula e intención resuelta, decía: ¡No te irás! no puedes ser de nadie más que mía. ¿Entiendes? ¡Mía o de nadie! Te digo que me dejes. ¡No eres caballero!

En esto, sin saber cómo, ni quien atrajo a quién, ni cuál fue el primero en sentarse, volvieron al sofá mueble en ciertos casos peligrosísimo , y sucedió que los brazos de Juan rodearon y ciñeron la cintura de Cristeta, las manos de ésta se le posaron a él amorosamente una en cada hombro, cogiéndole luego la cabeza entremedias, y por fin y remate, para que fuese más bello el grupo, Dios, que es supremo artista, dispuso que el rostro del amante viniese a caer y descansar, por segunda vez, encima del pecho de la amada.

Aquí no hay caballero que valga; no hay más que un hombre que te quiere, que tiene derecho... ¡Calla, o me marcho! ¡Me oirás! ¿Conque has tenido valor de engañar a un pobre hombre y ahora quieres sentar plaza de virtud arisca? ¡Es tarde! Aun pareciéndole a Cristeta dura y grosera la frase, se alegró de oírla, porque la energía con que don Juan la dijo denotaba sinceridad.

Cristeta no era hipócrita ni desdeñosa del amor, ni de las que, por lo ariscas, hacen antipática la virtud; pero instintivamente consideraba su hermosura como complemento de su corazón: quien no poseyese éste, no disfrutaría de aquélla. Se reconocía hermosa, y no concebía que pudiera tasarse su belleza.

Sin embargo, para completa exactitud, es necesario añadir que Cristeta trabajó más a gusto que de ordinario, y que luego, a solas en la alcoba de su casa, recordó las palabras de don Juan, pensando con agrado y amor propio satisfecho, en la posibilidad de ser artista de las que rara vez tienen que ensenar en escena lo que la mujer debe cubrir casi en todas partes.

No estaba seguro de poder reanudar el idilio, y ya entreveía la contingencia de tener que romperlo. Sin embargo, ni por un momento se le ocurrió la idea de salirse fuera del paseo y volverse a casa, renunciando a la cita. Sólo la idea de mirar a Cristeta cerca de , de contemplar su hermosura y oír el timbre de su voz, bastaba para que olvidase todo lo demás.

Don Quintín se relajó en el cuidado y vigilancia de Cristeta, quien, a decir verdad, no lo sentía, porque mientras estaba con don Juan, para nada se acordaba de su tío y éste, prescindiendo de su sobrina, como en justa reciprocidad, siempre andaba en busca o en espera de Mariquita.

Cristeta le parecía hermosísima, encantadora; pero cada día más suya. Le tenía como hechizado. Algunas noches hasta se le olvidaban los preparativos de fuga. Ni siquiera mentaba la quiebra de Garcitola y Compañía. Por fin, comenzó a monologuear, ni más ni menos que personaje dramático.

También le gustaba el Borgoña, y, sin embargo, no renunciaba al Jerez; comía con deleite las chochas y no prescindía del salmón. ¿Por qué, pues, había de limitarse a Cristeta, si su paladar amoroso estaba en disposición de saborear infinitos manjares? La pobre muchacha quedó condenada a olvido.

Manolo, que estaba esperándolas, salió a recibirlas, y como lo tenía todo hablado con su mujer, en seguida se entendió con Cristeta. A cuanto ella decía contestaba: Con usted no quiero ganar; en no perdiendo, lo que usted mande; como que es usted más buena que el pan. Al despedirse estaban de acuerdo.