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Surgen de las entrañas de la tierra por un pozo circular que abren trabajosamente; se izan á la primera brizna de hierba que encuentran, desgarran su dorso repeliendo una envoltura seca como pergamino, y aparecen de un color verde tierno que rápidamente se obscurece. Luego trepan á los árboles, animando el silencio rumoroso de la Naturaleza con su música incansable.

Navarro se acercó a ellos, les habló en la lengua; fuese animando poco a poco; dos gruesas lágrimas corrieron de sus ojos, y los indios clavaron con muestras de angustia sus lanzones en el suelo. Todavía después de emprendida la marcha, volvieron sus caballos y dieron vuelta en torno de ellas, ¡como si les dijesen un eterno adiós!

Y al terminar sus obras de caridad, lavadas sus hermosas manos, enjutos sus ojos de las lágrimas vertidas por males ajenos, cambiando su vestido de seda gris por otro elegante y sencillo, volvía otra vez entre la sociedad, suelto el espíritu, abierto el corazón, con la graciosa expresión de la dama discreta y sociable, animando las conversaciones, expansionando el corazón ajeno, llevándose con su serenidad las penas y sinsabores de las almas, como se lleva el viento tibio de la primavera entre sus torbellinos, las hojas secas de la noche para dejar en libertad de abrirse a los botones de las nuevas flores.

Además, era una alegría; un buen día de sol; ráfagas de aire fresco embalsamado; el alma virtuosa se convertía en una pajarera donde gorjeaban alegres los dones del Espíritu Santo animando el corazón en las tristezas de la vida. Aquella melancolía de que ella se quejaba, era nostalgia de la virtud a que llegaría, y por la que suspiraba su espíritu como por su patria.

Condillac animando progresivamente su estatua y haciendo dimanar de una sensacion todo el caudal de los conocimientos humanos, se parece á aquellos sacerdotes que se ocultaban dentro de la estatua del ídolo y desde allí emitian sus oráculos. No es la estatua que se va animando lo que piensa y habla, es Condillac que está dentro.

La caída de la tarde animando con reflejos de ópalo las aguas obscuras del Gran Canal, una góndola pasando junto a la suya en dirección contraria, y en ella unos ojos azules, imperiosos, brillantes, unos ojos de esos que no pueden confundirse, que son ventanas tras cuyos vidrios fulgura el fuego divino del escogido, del semidiós y que parecieron envolverla en un relámpago de luz cerúlea.

Pero a pesar de estos propósitos, llegaba a su oído un lúgubre chapoteo de agua y las voces de ciertos hombres, que debían ser médicos y enfermeros, animando al picador. Este se quejaba con una rudeza de jinete montaraz, queriendo ocultar al mismo tiempo, por orgullo viril, el dolor de sus huesos quebrantados.

Y en aquel estímulo ponzoñoso había, como en el estro de los poetas, la eficacia de revestir de imágenes lo pensado, prestándoles movimiento y vida y poblando y animando con ellas el ambiente de nieblas que a Morsamor circundaba. No, no era arco triunfal el que acababa de erigir y por donde gloriosamente se entraba en la edad moderna.

Pedro se había ido animando poco á poco. Sus grandes ojos negros giraban descompasados con fiera expresión. Su crespa cabellera erizábase como la crin de un corcel de guerra. La condesa le miraba con susto. ¡Qué atrocidad! exclamó. ¡Qué gustos tan bárbaros tenéis los hombres! Tiene usted razón, señorita; bien mirado, ¿habrá bestialidad mayor que la guerra?

El débil resplandor del crepúsculo que descendía de los ventanales y la inquieta llama de los cirios formaban una ondulación de luces y sombras, animando el rostro de la imagen como si gesticulase. «¡Aún como soy yo! se decía Gabriel . Si en mi lugar estuviera un devoto, creería que la Virgen ríe unos momentos y después llora. Con un poco de imaginación y de fe, ¡he aquí un milagro!