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«¡Ya llegan, ya llegan! repitieron los del Casino y las señoras de la Audiencia cuando la procesión llegaba de verdad. Ahora no era un rumor falso, eran ellos, era el Entierro». Cesaron los comentarios en los balcones. Todas las almas, más o menos ruines, se asomaron a los ojos. Ni un solo vetustense allí presente pensaba en Dios en tal instante. El pobre don Pompeyo, el ateo, ya había muerto.

En efecto Ronzal, abusando de su cargo en la Junta directiva, acaparó lo mejor del restaurant, tomó por asalto el gabinete de lectura, quitó periódicos de la mesa y puso manteles, cerró con llave la puerta, hizo que entrara el servicio por una de escape que estaba cerca del armario de libros, y allí pudo cenar la flor y nata de la nobleza vetustense con sus paniaguados y amigos de confianza.

A Mesía le extrañó y hasta disgustó el entusiasmo de Ana. ¡Hablar del Don Juan Tenorio como si se tratase de un estreno! ¡Si el Don Juan de Zorrilla ya sólo servía para hacer parodias!... No fue posible tratar cosa de provecho, y el tenorio vetustense procuró ponerse en la cuerda de su amiga y hacerse el sentimental disimulado, como los hay en las comedias y en las novelas de Feuillet: mucho sprit que oculta un corazón de oro que se esconde por miedo a las espinas de la realidad... esto era el colmo de la distinción según lo entendía don Álvaro, y así procuró aquella noche presentarse a la Regenta, a quien «estaba visto que había que enamorar por todo lo alto».

Sagaz como ningún vetustense, clérigo o seglar, había sabido ir poco a poco atrayendo a su confesonario a los principales creyentes de la piadosa ciudad. Las damas de ciertas pretensiones habían llegado a considerar en el Magistral el único confesor de buen tono. Pero él escogía hijos e hijas de confesión. Tenía habilidad singular para desechar a los importunos sin desairarlos.

Lo primero que quería averiguar era lo del otro, si el Magistral mandaba allí». El rostro de la dama al decir Mesía aquello y otras cosas por el estilo, todas de novela perfumada, le dejó ver al gallo vetustense que el Magistral no era dueño del corazón de Anita.

Pero la música alegre botando de pilar en capilla, del pavimento a la bóveda, parecía iluminar la catedral con rayos del alba. Y no eran más que las doce. Empezaba la misa del gallo. El órgano, con motivo de la alegría cristiana de aquella hora sublime, recordaba todos los aires populares clásicos en la tierra vetustense y los que el capricho del pueblo había puesto en moda aquellos últimos años.

Y sobre todo, aquellos dos hombres mirándose así por ella, reclamando cada cual con distinto fin la victoria, la conquista de su voluntad, eran algo que rompía la monotonía de la vida vetustense, algo que interesaba, que podía ser dramático, que ya empezaba a serlo.

Si en algo se pensaba alusivo a la solemnidad del día era en la ventaja positiva de no contarse entre los muertos. Al más filósofo vetustense se le ocurría que no somos nada, que muchos de sus conciudadanos que se paseaban tan tranquilos, estarían el año que viene con los otros; cualquiera menos él.

Tal vez a esta nueva costumbre de la vida vetustense debíase en parte el gran esmero que se echaba de ver de poco acá en el traje de muchos sacerdotes.

No cabía un vetustense más. Los jóvenes laicos de la ciudad, estudiantes los más, no se distinguían ni por su excesiva devoción ni por una impiedad prematura; no pensaban en ciertas cosas; los había carlistas y liberales, pero casi todos iban a misa a ver las muchachas.