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Anita, a quien las confesiones emborrachaban, cuando sabía que entendía su confidente todo, o casi todo lo que ella quería dar a entender, se decidió a decir al Magistral lo demás, lo que había venido detrás del hastío de aquella tarde.... No ocultó sino lo que ella tenía por causa puramente ocasional; no habló de don Álvaro ni del caballo blanco.

Se le escribió a don Carlos nada más que esto: que era preciso llevar consigo a Anita, pues si la niña no vivía al lado de su padre, corría grandes riesgos, si no estaba en peligro inminente, el honor de los Ozores. Don Carlos entonces no podía restituirse a la patria, como él decía. Pasaron años, pudo y quiso acogerse a una amnistía y volvió desengañado.

Espere usted, Anita, que la acompaño murmuraba . Espere usted... puede ocurrírsele a usted algo. Encogiose de hombros Ana, y acortó el paso para dejar que se uniese Borrén. Emparejaron y caminaron en silencio por la carretera; Ana con los labios apretados y algo escalofriada y temblorosa, a pesar de ir muy arropada en el mantón.

¡Bah, bah! diga usted que es usted un grandísimo egoísta.... ¿Y cuánto tiempo hace que no ha estado usted en casa de Valpardo? añadió la dama pasando a otra conversación. Pues el lunes. La condesa me ha preguntado con mucho interés por usted y se lamenta de que la haya abandonado. ¡Pobre Anita: es verdad!

Ya sabe usted que yo, en general, soy enemigo de las preocupaciones que toman por religión muchos espíritus apocados.... A usted no sólo le es lícito ir a los espectáculos, sino que le conviene; necesita usted distracciones; su señor marido pide como un santo; pero ayer... era día prohibido. Ya no me acordaba.... Ni creía que.... La verdad... no me pareció... Es natural, Anita, es naturalísimo.

Al despertar todas las mañanas se sorprendía Anita con una sonrisa en el alma y una plácida pereza en el cuerpo. Las tías le permitían levantarse tarde, y gozaba con delicia de aquellas horas. Para ella su lecho no estaba ya en aquel caserón de sus mayores, ni en Vetusta, ni en la tierra; estaba flotando en el aire, no sabía dónde.

La Marquesa, sin malicia, como ella hacía las cosas, llamó a su lado a Anita para decirla: Ven acá, ven acá, a ver si a ti te hace más caso que a nosotras este señor displicente. ¿De qué se trata? De don Fermín que no quiere venir al Vivero.

Mesía se despidió al dejar dentro del coche a las damas. Entonces apretó un poco la mano de Anita que la retiró asustada. Don Álvaro se volvió al palco del Marqués a dar conversación a don Víctor.

Vetusta era un pueblo primitivo. Dígalo si no lo que a él le pasaba con Anita Ozores. Verdad era que en aquellos dos años había rendido otras fortalezas. Pero ninguna aventura había sido de las ruidosas; nada podía saber la Regenta de cierto y el amor y la constancia del discreto adorador debían de ser para ella cosa poco menos que segura.

Anita no entendía y el hombre, el señor del aya, reía a carcajadas. Desde aquel día el hombre la miraba con llamaradas en los ojos, y sonreía, y en cuanto salía de la habitación el aya le pedía besos a ella, pero nunca quiso dárselos. Vino un cura y se encerró con Ana en la alcoba de la niña y le preguntó unas cosas que ella no sabía lo que eran.