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En fin, adiós; huye de España, vete a otro país; vende la tartana y los negros, vete a vivir tranquilo y dichoso, y, en medio de tu felicidad, acuérdate alguna vez del gitano. Blasillo cayó a sus pies. ¿No te parece, hijo mío, que es una lástima acabar mi vida por donde debería haberla comenzado?

El gentío se llevó las velas, las anclas, los remos: hasta desmontamos el mástil, que se cargó en hombros una turba de muchachos, llevándolo en procesión al otro extremo del pueblo. La barca quedó hecha un pontón, tan pelada como usted la ve. Y mientras tanto, los calafates, brocha en mano, pinta que pinta. El Socarrao se desfiguraba como un burro de gitano.

El carro, en su marcha traqueteante, había dejado atrás al gitano y a Salvatierra, que se detenían para hablar. Ya no le veían. Les servía de guía su lejano chirrido y el plañir de la familia, que marchaba a la zaga, acometiendo de nuevo la canturía de su dolor. ¡Adiós, Mari-Crú! gritaban los pequeños, como acólitos de una religión fúnebre. ¡Se ha muerto nuestra prima!...

EL SACERDOTE. Debe usted sufrir mucho... apóyese en . ¡Ay! ya estamos bien cerca de... EL GITANO. Del término de nuestro viaje, es cierto. MUCHAS VOCES. ¡Muera el perro! ¡muera! ¡Que le partan en pedazos! EL GITANO. Cómo gritan... EL SACERDOTE. , pero piense usted... EL GITANO. ¡En la muerte! ¡Para qué! ahí está el amigo del chaleco rojo que ya piensa por .

Aquel gitano del que todos se burlaban, mostrábase súbitamente agrandado por el dolor, y Salvatierra sentía la necesidad de entregarle su pensamiento, como si fuese un hermano. El rebelde también había sufrido. El dolor le hacía cobarde; pero no se arrepentía, ya que en la debilidad encontraba la dulzura del consuelo.

Una nueva descarga interrumpió este inconveniente monólogo, pero esta vez cayó un contrabandista. ¡En nombre de Cristo! debes salvarnos ¡en nombre de Dios, yo te lo ordeno! gritó el fraile enseñándole el cielo. Este movimiento resultó hermoso, pero no produjo ningún efecto, porque el gitano respondió riendo: ¡En nombre de Dios, de Dios!... ¿qué se figura usted, padre mío? No bromee, pues.

El gitano miraba a todos lados con ojos de loco, y acabó por arrojarse a sus pies, agarrándole las manos con suplicante vehemencia. ¡Don Fernando! ¡Su mercé lo puee too!... ¡Su mercé hase milagros, si quiere! Mi prima... mi Mari-Crú... ¡que se muere, don Fernando, que se muere!...

El gitano estaba sentado a los pies de la monja, con los codos sobre las rodillas de la joven; él sonreía con amor a aquella cabeza de ángel, y se prestaba a los caprichos infantiles de la monja, que tan pronto le echaba el pelo sobre la frente amplia y elevada, como se la descubría apartando su espesa cabellera.

Hasta en el modo de preparar los alimentos el gitano se sirve de hoyos cavados en la tierra, procedimiento ingenioso que se presta al misterio y favorece el rápido cocimiento de las sustancias animales y vegetales.

El momento es grave, ¡grave!... vea usted a ese cristiano que se retuerce y pierde su sangre. A la risa espantosa del gitano se unió el ruido del mar, que ascendía, y empequeñecía cada vez más el espacio donde se oprimía aquel puñado de hombres. Los contrabandistas se persignaron temblando. Uno de ellos tomó su escopeta y la dirigió contra el gitano.