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Y cuando la veía en la imaginación en hábito de monja bernarda, por entero olvidada de aquellas dulces escenas que habían sido el encanto de su vida, despreciándolas tal vez, y aborreciéndolas cual si fueran delitos, nuestro joven ¡que Dios le perdone el pecado! llegaba a mirar con ojeriza a la esposa de Jesucristo.

De este hijo del gran artista sevillano voy á ocuparme, pues de los otros son muy escasas las noticias que se conocen: doña Francisca entró de monja en el convento de Madre de Dios y don Gabriel pasó á América, donde sólo se sabe que murió muy anciano, sin otras circunstancias.

La muchedumbre se estremeció, hizo la señal de la cruz y permaneció muda. La monja, entonces, haciendo signo con la mano a los que la rodeaban, se puso a seguir el rastro de sangre que el gitano había dejado sobre la arena. Todos marchaban en silencio, llenos de horror; llegaron por fin al matorral que ocultaba al gitano.

Razón tenía, pues, doña Inés en seguir admirando a Juanita; en decirle, como le dijo, que se alegraría de tenerla por madre política; en desistir con gusto de que Juanita se hiciese monja para que no eclipsase a la Monja Alférez y fuese la Monja Generala, y en ofrecerle para el regalo de su boda la cantidad que pensaba dar para la dote de su monjío.

Contaban que de muchacho había tenido amores con su prima Juana, aquella señora austera llamada por todos «la Papisa», que vivía como una monja y gozaba de enormes riquezas, regalándolas pródigamente en otros tiempos al pretendiente don Carlos, y ahora a las gentes eclesiásticas que la rodeaban.

Pero a lo mejor cambia el viento y vuelve a ser la misma chica alegre y bulliciosa de siempre. Claro está que desde que es religiosa ha mudado mucho; se conoce que la pobre procura dominarse. Pero como, según dicen, genio y figura hasta la sepultura, cierto modo de hablar desenvuelto y alegre, que a usted le habrá sorprendido en una monja, no ha podido reformarlo.

La monja la miró sorprendida por el saludo, sólo usual en el convento; pero no dio señales de conocerla. Sea siempre con ella, señora... No tengo el gusto... respondió con marcado acento francés. ¿No se acuerda de la hermana San Sulpicio?

Su rostro, tan parecido a una máscara japonesa, continuaba imperturbable. Cuando atravesaba el patio en dirección a la escalera, oyó el ja ja ja de Mauricia, que estaba asomada por uno de los dos tragaluces con barras de hierro que la puerta tenía en su parte superior. La monja no se detuvo a oír las injurias que la fiera le decía.

Mientras la oía, Isidro miraba con el rabillo del ojo a la monja, de pie junto al altar, hablando con el médico. ¡Ay, aquellas gentes que vivían en diario contacto con la miseria humana! ¡Qué duros, qué fuertes! ¡Qué indiferencia ante el dolor ajeno, que no era para ellos mas que un accidente vulgarísimo! Su mirada fría parecía tener callos.

Por otra parte, don Andrés temblaba al pensar en el furor de doña Inés cuando descubriese que Juanita, con su hipocresía y sus embustes, la había estado engañando, y que en vez de meterse monja se casaba con don Paco, y daba por madrastra a ella, enlazada ya con la familia más noble de toda aquella comarca después de la familia del duque, a la hija ilegítima de una mondonguera.