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Aunque os hayáis escapado de algún pontón, no me importa. Si trabajáis bien os pagaré como a los demás. ¿Los otros compañeros son también irlandeses? No, son españoles. Me es igual. Con tal de que no sean ingleses, los acepto. Me despedí de él continuó diciendo Allen y vine corriendo aquí. Discutimos si aceptar o no la proposición y convinimos en que era lo más prudente.

A los lados de la popa del pontón, en las aristas, había chaflanes con vidrieras llenas de adornos barrocos. A esta clase de chaflanes llamaban en los navios antiguos los jardines. No había manera de pasar por encima de ellos. Dame la lima me dijo Ugarte. Se la di.

¿Qué te mezclas ? ¡Canalla! ¡Miserable! gritó Ugarte. Y, en su furor, sacó una de las limas de las sacadas del pontón, que aun llevaba, e hirió al irlandés en la mejilla. Este, de pronto, se levantó, cogió el banco en donde estaba sentado, lo alzó en el aire y le dio a Ugarte tal golpe en la cabeza, que lo dejó muerto.

Los del guardacostas no nos vieron o creyeron que se trataba de un bote abandonado, y siguieron adelante. Yo tenía un plano hecho por de memoria, recordando el que había en el cuerpo de guardia de los oficiales del pontón. No podíamos encontrar pueblo alguno hasta recorrer por lo menos cinco o seis millas.

La parte más alta del coronamiento de popa estaría lo menos a treinta pies sobre el agua, y de ella colgaba un gran farol, que brillaba en el ambiente gris del anochecer. El pontón era un viejo navio de la época de Trafalgar. Se llamaba el Neptuno. Al llegar a la cubierta estuvimos esperando durante una hora larga y fría. Me mandaron quitarme la ropa.

Prefería, acompañándose de un acordeón que no le abandonaba, cantar canciones sentimentales de su país. Al año conocía yo a toda la gente pontonera. Había algunos viejos confinados que tenían una industria curiosa. Consistía ésta en hacer un agujero en el pontón y vendérselo al que pagara más. Estos agujeros debían salir entre el nivel del agua y la galería baja, lugar vigilado de noche y de día.

En el centro, o hacia el centro, estaba lo que pudiera llamarse plaza, o sea un pedazo de tierra cercado a trozos por casas, a trozos por árboles, surcado por la acequia de un molino, que se salvaba por medio de un pontón de madera. Tal pedazo de tierra sin cultivar servía de desahogo al pueblo.

La vida en el pontón era horrible; apenas teníamos sitio donde revolvernos; a proa se alojaban los soldados de guardia, y a popa, los oficiales. La población pontonera vivia entre la galería baja y la barraca hecha sobre cubierta, vigilada por unos y otros. Difícil era acostumbrarse a vivir allí, pero todo se consigue a fuerza de energía y de perseverancia.

La idea de la evasión le obsesionaba; gracias a aquella idea fija podía estar tranquilo. Yo comenzaba a acostumbrarme a la vida del pontón. La posibilidad de quedar en el pantano para servir de pasto a los cuervos no me seducía. Ugarte estaba enfermo, irritado por los castigos, y me excitaba preguntándome si es que tenía miedo.

Hace dos meses que nos estamos enmoheciendo aquí como un pontón podrido; nuestros cinturones están vacíos; pero el depósito de la pólvora está lleno, nuestros cañones tienen la boca abierta y no piden más que hablar.