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Atrajo mi atención al costado del templo, un edificio nuevo, una casa magnífica, de brillante aspecto; magnífica para Villaverde y para aquella plaza donde todo es mezquino y vulgar. Linda casa, de airoso alero, de anchas y rasgadas ventanas, con rejas de hierro, vidrieras elegantes y umbrales de mármol. Las ventanas del salón estaban abiertas. Sonaba brillantemente el soberbio piano.

Las vidrieras eran pequeñas, la abertura estrecha, por lo cual no podía mover el brazo con desahogo; no obstante, la puerta cedió rechinando sobre sus goznes. El duque se asustó ante aquel ruido y pensó que todo estaba perdido. Retrocedió hasta el fondo del jardín y trepó a un árbol, con los ojos fijos en la casa y el oído abierto a todos los ruidos.

Llegada la noche, escapábase de alguna ventana rumor de preces dichas en común, y antes de las diez quedaba todo cerrado, sin que hasta el día siguiente volvieran a cruzar sombras tras las vidrieras, ni se escuchase ningún ruido. Para ser tenida por convento, era la casa demasiado mundana; para morada de seglares, parecía monasterio.

La luz que ilumina los banquetes viene a herir mis ojos por las rendijas de los balcones; el ruido de los panderos y de la bacanal que estremece los pisos y las vidrieras, se abre paso hasta mis sentidos, y entra en ellos como cuña a mano rompiendo y desbaratando.

A este ya le conoces. Los otros son diputados, que vienen aquí todas las noches. Mientras aguardábamos observé la casa, que era alegre y bonita como todas las de Cádiz. Espaciosas vidrieras cerraban el corredor por el patio, y en las paredes no se veía un palmo de superficie desocupado de cuadros al óleo, representando asuntos diversos, y confundidos los religiosos con los profanos.

Seguidamente, uno y otro, se dirigieron al estrado. Ya un crecido número de visitas rodeaba a don Íñigo. Don Pedro de Valderrábano, hidalgo viejo y socarrón, se paseaba solo, observando maquinalmente los muebles y mirando las figuras de los tapices. Otros señores hablaban, en pie, junto a las vidrieras, por donde entraba una luz opaca y mortecina.

Constaba de algunas calles anchas, aunque mal trazadas, cuyas casas de un solo piso y de desigual elevación, estaban cubiertas de vetustas tejas: las ventanas eran escasas, y más escasas aún las vidrieras y toda clase de adorno. Pero tenía una gran plaza, a la sazón verde como una pradera, y en ella una hermosísima iglesia; y el conjunto era diáfano, aseado y alegre.

Los señores canónigos cantan todos los días al otro lado de esa pared, sin sospechar que sobre sus cabezas hay tales alegrías. ¿Y las vidrieras, tío? Fíjese usted bien. Al principio ciegan tantos colores, se confunden las figuras, el plomo corta los monigotes y no se adivina nada. Pero yo he pasado tardes enteras estudiándolas, y me las al dedillo.

Los almacenes y las tiendas, espléndidamente iluminados por el gas en el interior y el exterior, ostentan la infinita variedad de los valores que contienen, en términos que las muestras nomas, expuestas en las fachadas y entre vidrieras luminosas, representan capitales ó fortunas considerables.

Apenas hubo pisado las baldosas del pavimento, sintió en el rostro la caricia fría y un tanto pegajosa de aquel ambiente de bodega subterránea. En el templo todavía era de noche. Arriba, las vidrieras de colores de los centenares de ventanas que, escalonándose, dan luz a las cinco naves, brillaban con la luz del amanecer. Eran como flores mágicas que se abrían a los primeros resplandores del día.