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La puerta no estaba abierta; Pensé si alguien habría advertido en la casa que la cerrasen aquella noche; quizá la cerraron por el viento. Me asomé a la ventana. La altura no era grande. Salté a la calle. Encontrándome solo, sin la compañía de Allen y de Ugarte, me sentía más enérgico y con mayor miedo de ser preso. Todo, antes de volver al pontón.

Como toda esta zona francesa de Normandfa y de Bretaña tiene su principal comercio con Inglaterra, y a no me convenían los aires de la pérfida Albión, tardé mucho en encontrar empleo, hasta que lo hallé en un almacén del Havre. Mi vida tenía un fin, un entusiasmo: había una mujer que pensaba en . Les escribía constantemente a ella y a Allen, y a éste le enviaba parte de mi sueldo.

Hacía un día frío; tomamos la carretera y fuimos marchando por la costa, azotados por una lluvia menuda. Allen y Ugarte no querían hablarse. Para no tener relación el uno con el otro, Ugarte me hablaba en castellano y Allen en inglés. ¡Que por un canalla miserable tengamos que andar así! murmuraba Allen, entre dientes.

Fijé el lugar, y como era muy posible que nos dieran caza y encontrándonos un papel así nos lo quitaran, traduje la indicación al vascuence, y, mientras esperábamos que acabaran de enterrar el tesoro, Allen, por mi consejo, fue marcando en un devocionario las letras que componían los datos puestos en vasco.

Salió un momento el sol, un sol pálido, que apareció en el cielo envuelto en un halo opalino. Nos contemplamos los tres. El aspecto que teníamos era horrible; trascendíamos al presidio: en nuestra espalda podían leerse aún los números del pontón. Cuando les hice observar esto, Ugarte y Allen se sacaron la chaqueta y con la punta de la lima quitaron los infamantes números. Yo hice lo mismo.

La recuerdo siempre en la casa sombría de su padre, y a su recuerdo uno el de la Diana Vernon de Walter Scott. Al mismo tiempo que la conocí leí la obra del novelista escocés, y no puedo pensar en mi querida muerta sin recordar la figura literaria del gran escritor. Cuando ella murió me decidí a dejar Francia y a volver a Lúzaro con mi hija y con Allen, que no quería separarse de .

Llegamos a las Canarias, y de las Canarias a Liverpool. Yo pensaba que con la relación de nuestras fatigas y con la muerte de Allen, la familia de mi novia se habría curado del deseo de encontrar tesoros, pero fue todo lo contrario. Tienes que ir me decía mi futura suegra a ver a ese español, a que te diga dónde está el tesoro de Zaldumbide. Y a eso venimos. Usted pónganos sus condiciones.

Un hombre del campo me indicó que por allí no había agua. Volví al barco y esperé a que llegara Allen. Este traía víveres, que devoramos, y una botella de cerveza. Después de comer dijo: Ahora les tengo que contar lo que me ha pasado y la proposición que me han hecho. He ido al pueblo, he entrado en la tienda a comprar la comida; me han preguntado quién era, de dónde venía.

Tristán hizo que se trajeran tres rifles más para Old Sam, Allen y el joven grumete, y, a la luz de una literna que llevaba Tommy, nos lanzamos los nueve a pacificar el barco. Toda la parte de la cubierta entre el alcázar de popa y el castillo de proa estaba llena de celestes, revueltos unos con otros.

Allen pasó poco tiempo preso. Cuando salió fue a ver a Ana. El capitán Sandow estaba cada vez más brutal y más despótico con su hija. Allen se concertó con ella, y un día, con gran asombro por mi parte, les vi a los dos venir hacia mi casa. Ana y yo nos casamos y tuvimos una niña, Mary.