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El aislamiento en medio del Océano empequeñecía o anulaba todos los obstáculos con que se tropieza viviendo en tierra firme. La inmensidad del mar parecía dilatar los cerebros y los ojos. Todos pensaban en grande y veían sus propias ideas con retinas de aumento.

Después miró a doña Sol, que permanecía inmóvil, siguiendo con los ojos al jinete, el cual se empequeñecía en lontananza. ¡Qué mujer! murmuró el espada con desaliento . ¡Qué señora tan loca!... Suerte que el Plumitas era feo y andaba haraposo y sucio como un vagabundo. Si no, se va con él. Paece mentira, Sebastián.

El momento es grave, ¡grave!... vea usted a ese cristiano que se retuerce y pierde su sangre. A la risa espantosa del gitano se unió el ruido del mar, que ascendía, y empequeñecía cada vez más el espacio donde se oprimía aquel puñado de hombres. Los contrabandistas se persignaron temblando. Uno de ellos tomó su escopeta y la dirigió contra el gitano.

Era una agitación semejante a la de un navío de guerra en vísperas de combate. La última cubierta se empequeñecía. Las balleneras pendientes sobre el mar eran retiradas al interior, descansando fijas en sus cuñas. Los paseantes veíanse obligados a moverse entre estas embarcaciones, que sólo dejaban accesibles estrechos pasadizos.

El mundo, cargado de vivientes, corría siempre adelante, sin pasar dos veces por el mismo sitio. Jaime lo había visto aparecer en el horizonte como una lágrima de luminoso azul; luego agrandarse y agrandarse, hasta llenar todo el espacio, pasando junto a él con rotación de rueda y velocidad de proyectil a un mismo tiempo; y ahora se empequeñecía otra vez, huyendo por el extremo opuesto.

Parecía indicarle con los ojos que su presencia era inoportuna. ¿Moreno se ha quedado en su casa? preguntó. Cuando Robledo y Torrebianca quedaron solos, éste pareció otro hombre. Se fué desvaneciendo su excitación, bajó los ojos, y el español creyó que se empequeñecía en su asiento, como algo blando que se desplomaba, falto de sostén interior.

Y él, convencido de su éxito, se empequeñecía, se humillaba ante el oficiante, como un simple acólito, mirando algunas veces al público con el rabillo del ojo para que no perdiese ni el más pequeño detalle de su religiosa abnegación.