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Ni una nube en el cielo y un sol que sacaba chispas de las paredes y parecía reblandecer las losas de las aceras. ¡Arre, valientes!... ¿Qué quieres , Loca? Y mientras arreaba sus machos, alejaba con el pie a la blanca gata, que maullaba dolorosamente, intentando meterse bajo las ruedas. ¿Pero qué quieres, maldita? ¡Atrás, que te va a reventar una rueda!

Soy tuya... eres mi único amor. Yo no soy casada... Y con caricias de gata mimosa le paseaba sus manos finas y pálidas por el rostro, estampaba en él menudos, infinitos besos, le anudaba los brazos al cuello, se lo mordía con leves y fugaces mordiscos de ratón.

Te amo tanto, que por un cabello tuyo daría cien vidas si las tuviera. El conde pronunció las últimas palabras con una pasión que nadie sospecharía en su temperamento impasible. La bella extranjera sonrió como una diosa que percibe el olor del incienso. Se levantó para añadir un leño al fuego y vino luego á sentarse sobre las rodillas del conde con el silencio y la delicadeza de una gata.

-Ya entiendo -dijo Sancho-: yo apostaré que había de decir rata, y no gata; pero no importa nada, pues vuesa merced me ha entendido. -Y tan entendido -respondió don Quijote- que he penetrado lo último de tus pensamientos, y al blanco que tiras con las inumerables saetas de tus refranes.

Y, al día siguiente, el pobre viejo satisfacía los antojos de aquella insaciable criatura, trayéndole el collar de perlas que se exhibía en una de las joyerías más famosas de la calle de Florida, y ella, mimosa como una gata, se arrellanaba en su victoria, se cubría de pieles y se hacía arrastrar a Palermo para deslumbrar y humillar con su hermosura y su lujo a todas las mujeres de mundo que encontraba en su camino.

Y pasaron a los platos los trozos de la gallina: la jugosa pechuga, el cuello cartilaginoso, los melosos muslos y el armazón chorreando grasa, que chupaba doña Manuela con un regodeo de gata golosa. La animación iba surgiendo en la mesa. Todos hablaban.

El portero prestó atención; después se puso de cuatro pies, mirando a su ama con semblante de marrullería y jovialidad. «Pues... esto... ¡Ah!, son unos gatitos que han tirado a la alcantarilla». ¡Gatitos!... ¿estás seguro... pero estás seguro de que son gatitos? , señorita; y deben ser de la gata de la librería de ahí enfrente, que parió anoche y no los puede criar todos...

La llegada de un acólito del tío Caragòl les hizo recobrar su tranquilidad. Traía dos enormes vasos llenos de un cocktail rojizo y espumoso; embriagadora y dulce mixtura, resumen de todos los conocimientos adquiridos por el cocinero en su trato con los borrachos de los primeros puertos del mundo. Ella probó el líquido, entornando los ojos como una gata golosa.

A las diez despertó Emma, se acordó de todo, sonrió como una gata lo haría si pudiera, y dio a su marido un puntapié en la espinilla, diciendo: Bonis, levántate, que va a venir Eufemia. Eufemia era la doncella que debía traerla el chocolate a Emma a las diez y cuarto en punto. No quería que la chica se enterase de que el matrimonio había dormido de aquella manera.

Si hubieras hecho lo que yo te aconsejé... Yo te decía: «Guarda, aprovéchate; sácale a ese hombre el redaño y ve poniendo en el Monte para el día de mañana...». Pero , grandísima pandorga, con gastar y gastar... Aquí parece que siempre está la gata de parto, según se gasta y derrocha. ¡Tía, dos mil! Dos mil puñales... Ande usted... No, no te caerá esa breva.