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Vivió cuatro días en Burdeos, aturdido y desorientado por la agitación de una ciudad de provincia convertida repentinamente en capital. Los hoteles estaban llenos; muchos personajes se contentaban con una habitación de doméstico. Los cafés no guardaban una silla libre; las aceras parecían repeler esta concurrencia extraordinaria.

Los faroles están apagados, los serenos se han ido, las buñoleras no han llegado, las tahonas están cerradas, las tabernas no se han abierto, y un norte glacial barre las aceras, arremolinando en los cruces de las calles las hojas secas, el polvo y los papeles.

El era el único transeunte: en las aceras vagaban perros y gatos abandonados. Sus recuerdos militares le enardecían como soplos de gloria. Yo he visto el paso de los marroquíes... He visto los zuavos en automóvil. La misma noche que Julio había salido para Burdeos, él vagó hasta el amanecer, siguiendo una línea de avenidas á través de medio París, desde el león de Belfort á la estación del Este.

En las aceras fué tropezando con militares de diversas naciones: oficiales franceses, ingleses, servios y algunos rusos convalecientes, que recordaban con su presencia la desvanecida cooperación de su país.

El oro de estas cabelleras que comenzaban a deshacerse en torno de él era artificial, cubriendo un pelo grueso y fuerte, endurecido por la química. Los labios tenían un sabor de manteca perfumada. Sus redondeces daban una sensación de dureza pulida por el contacto, semejante a la de las aceras.

Como los edificios tienen cuatro, cinco ó siete pisos exteriores y las aceras distan entre dos, tres ó cuatro metros, cada callejuela tiene el aspecto de un abismo ó de una grieta enorme producida por algun terremoto en los estratos rocallosos de una montaña caliza.

Pero en aquel momento yo me preocupaba más de mis pantorrillas que de las ajenas, como era, después de todo, mi deber. El agua y el barro me salpicaban hasta las narices; los canalones vomitaban en las aceras torrentes, que procuraba salvar apelando a mis recuerdos gimnásticos.

Era la hora en que el paseo adquiría su aspecto más brillante. A todo galope de los briosos caballos bajaban carretelas y berlinas, y por las aceras del paseo desfilaban lentamente, con paso de procesión, las familias endomingadas. Los verdes bancos no tenían ni un asiento libre.

...Y yo oía la charla continua, en vascuence, de las amigas de mi abuela, y veía con desesperación el caer de la lluvia continua y monótona, y escuchaba el ruido de los chorros de agua que caían de los canalones a chocar en las aceras.

Algunos picadores con sus chaquetas de brocado y sombreros inmensos galopaban también sobre algún mal caballo, llevando a las ancas a un amigo, que le abrazaba cariñosamente para no caerse. Los peones bajaban por las aceras lentamente, en amable plática, formando apretados y numerosos grupos.