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Era el condiscipulo Juanito Pelaez, el barbero ó favorito de los profesores, pillo y malo como él solo, de mirada picaresca y sonrisa de truhan.

Era aquel el tercer año de su profesorado y aunque era el primero en que explicaba Física y Química, pasaba ya por ser un sabio no solo entre los complacientes estudiantes sino tambien entre los otros nómadas profesores.

Dos años le bastaban para completar estos estudios. El tío le había facilitado las matrículas y los libros, recomendándolo además á uno de los profesores, antiguo compañero de navegación. Cuando murió casi repentinamente don Esteban Ferragut, su hijo tenía diez y ocho años y estudiaba en la Universidad.

En Bahia existe una universidad, á la que concurren muy pocos alumnos; cuenta con profesores brasileños: y basta con esto, porque propiamente hablando, en el Brasil no hay mas ciudad que Rio Janeiro: las demas del imperio son aldeas de mayor ó menor vecindario, segun la importancia de su comercio.

Allí no corrían el peligro, como en las universidades laicas, de tropezar con profesores revolucionarios, y la ciencia antigua y moderna se servía después de bien pasada por el tamiz de Santo Tomás y otros grandes sabios de la Iglesia, únicos depositarios de la verdad.

Da todas las sorpresas experimentadas por Gillespie desde que despertó, ésta fué la más estupenda. El exiguo personaje hablaba su mismo idioma, pero con un tono afectado, con un esfuerzo por conseguir la corrección, detallando las sílabas, lo mismo que hablan ciertos profesores. ¿Cómo sabe usted el inglés? preguntó Edwin . ¿Dónde ha podido aprenderlo?...

A pesar de ésto, la ilustración actual de Filipinas es muy superior á lo que comunmente se cree; pruébanlo aquellos claustros de profesores de su Universidad é Institutos nutridos hoy con un crecido número de insulares, gallarda muestra de las ambiciones de progreso que allí se remueven de contínuo, anhelando conocer el más allá que hasta ahora les fué vedado investigar.

Uno de ellos, el P. Melchor, se atrevió a decir con sonrisita de suficiencia: Señora, permítame usted que no reconozca talento en quien no admite las verdades de nuestra santa religión. A lo menos fue el primero en su cátedra y pasaba entre sus profesores por un chico despejado. Y lo será, señora, dijo el P. Gil, a quien el tonillo agresivo de su compañero había disgustado.

Los tenemos, señor; cada estudiante contribuye con un real. Pero ¿y los profesores? Los tenemos; la mitad filipinos y la mitad peninsulares. Y ¿la casa? Makaraig, el rico Makaraig cede una de las suyas. Capitan Basilio tuvo que darse por vencido: aquellos jóvenes tenían todo dispuesto.

El director se cuidaba poco de él: decíase que tiraba de la oreja a Jorge en el casino, y tal vez fuese cierto: lo indudable era que las cosas casi nunca andaban bien, que más de cuatro veces faltó dinero en la caja para pagar al almacenista, y que a los profesores se les adeudaban casi siempre tres o cuatro meses de sueldo.