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Por encima de las botellas, por encima del estante, por encima de los hombros del amo, se veía saltar un gato enorme, que pasaba la mayor parte del día acurrucado en un rincón, durmiendo el sueño de la felicidad y de la hartura. Era un gato prudente, que jamás interrumpía la discusión, ni se permitía maullar ni derribar ninguna botella en los momentos críticos. Este gato se llamaba Robespierre.

Y, en efecto, me dejó dormir toda la noche, velando mi sueño con la solicitud de un padre... Siempre he imaginado que todos los hombres tienen en el fondo de su alma un gato, Tristán, un gato de bondad y de nobleza. ¡Hay que buscárselo, hay que buscárselo! Se busca el gato y se halla el ratón respondió aquél alzando los hombros.

Federico no lo sabrá; no lo sabremos más que yo y el intendente; en el sitio a que va las ventanas tienen estrechas rejas de hierro, por donde no se podría escapar ni un gato. ¡Ja! ¡Ja! ¿Por qué ocultaros lo que va a complaceros tanto como a ?

¡Como gato al bofe!... señor. ¿En habiendo bailable?... ¡ni qué hablar! ¡Y más cuando han sabido que es por festejar el santo de don Melchor y qué habrá carneada... y carreras! ¡Viera don Lorenzo, cómo abren los ojos, los mozos, cuando les digo que usted va a largar «veinte» de premio al mejor flete criollo en seis cuadras!... ¡Si se me hace que hasta de a pie la corrían!

En su cerrada mollera no entraban ni podían entrar otras luces sobre el santo ejercicio de la caridad; no comprendía que una palabra cariñosa, un halago, un trato delicado y amante que hicieran olvidar al pequeño su pequeñez, al miserable su miseria, son heroísmos de más precio que el bodrio sobrante de una mala comida. ¿Por ventura no se daba lo mismo al gato?

Tal vez no hubiera contado con tan rara unanimidad si se hubiese conocido el episodio del gato; quizás también ese sexo tan encantador como injusto habría condenado a L'Ambert si hubiese tenido la avilantez de reaparecer ante el mundo sin nariz.

Por la parte de las vidrieras, que caían a la azotea del Casino, veíase, en efecto, un rostro de pisaverde, imberbe casi, destacándose entre la blancura de porcelana de primorosa camisa y nívea corbata de batista, cuyo triángulo cerraba una de esas ágatas llamadas ojo de gato, a que dio tan fabuloso valor el capricho de los elegantes de dos o tres años acá.

De pronto, como si le hubiese ocurrido una idea feliz, se irguió de nuevo y abandonando al estropeado gato en el suelo salió del aposento, bajando un poco la cabeza para no chocar con el dintel de la puertecilla que le daba acceso. No tardó muchos minutos en presentarse otra vez con un canasto en las manos guarnecido en el fondo por un cojín de lana.

Aquella tarde no asistieron al Casino a la hora del café, como solían, ni Mesía, ni Ronzal, ni el capitán Bedoya ni el coronel Fulgosio. Lo cual notado que fue por Foja, el ex-alcalde, le hizo exclamar en son de misterio: Señores, cuando yo digo que hay gato.... ¿Qué gato? preguntó don Frutos Redondo el americano.

El gato, espeluznado, la rondaba mimoso, y ella, lentamente, le pasaba la mano por el lomo. Ya no estaban los cielos azules, ni los campos verdosos, ni las horas doradas por el sol. La tarde, cargada de tristezas, subía por el valle con trabajo, luchando con la neblina y con la lluvia.