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De los profundos senos líquidos de aquel infinito salía una música grave, pero insinuante, que empezó a sonar como caricia paternal en los oídos de nuestros jóvenes. El gran desierto de agua cantaba y vibraba en los espacios como el eterno instrumento del Hacedor. La brisa que de sus olas llegaba tenía una frialdad grata que les refrescaba las sienes y las mejillas.

Entonces, por segunda vez, se encaminó hácia el Continente Europeo y presenció la coronacion de Napoleon I, de cuyo génio militar y político era apasionado admirador, y cuatro años despues vibraba en sus oidos el grito de independencia ó muerte dado por los españoles al lanzarse al campo para estorbar por medio de las armas el poderoso vuelo de las águilas invasoras.

Esto era indiscutible. Podía enseñar cartas de todos ellos, cartas breves, de un afecto forzoso, pero en las que vibraba la nostalgia de la juventud, ya lejana; cartas que los hombres célebres contestan por deber á los camaradas de los primeros pasos que cayeron rendidos en la mitad del camino.

Y mientras cuantos contemplaban el grandioso espectáculo se miraban unos a otros deslumbrados y mudos de espanto, resonó una formidable carcajada de Marcos Divès, que se mezcló al zumbido que vibraba en los oídos de aquéllos.

La chalupa, en efecto, se dirigía hacia la luz misteriosa, que se extendía de Norte a Sur en un espacio amplísimo. Sufría esa luz grandes oscilaciones y movimientos: unas veces parecía alzarse, otras bajarse; destacábanse a veces de ella múltiples puntas o crestas, y se rodeaba de una niebla brillante que vibraba con violencia.

Me parece que hemos acertado dijo el barbero. Una voz sonora y ardiente, voz de mujer en la que vibraba una intensa dulzura, rasgó el silencio. ¡Ah de la barca!... ¡Aquí, aquí! Aquella voz no revelaba temor, no temblaba de emoción. ¡No lo dije!... Exclamó el barbero. Ya tenemos lo que buscábamos. ¡Doña Leonor!... ¡Soy yo!

Sonaban como cañonazos los golpes de las puertas, repitiéndolos el eco de nave en nave. Una escoba comenzó a barrer por la parte de la sacristía, produciendo el ruido de una enorme sierra. La iglesia vibraba con los golpes de algunos monaguillos que sacudían el polvo a la famosa sillería del coro. Parecía desperezarse la catedral con los nervios excitados: el menor frote le arrancaba quejidos.

Mientras sus ojos permanecían sumidos en este mundo lóbrego surcado por los rojos cometas de la pesadilla, su oído vibraba débilmente en ciertos momentos con palabras que parecían sonar lejos, muy lejos, y sin embargo eran pronunciadas junto a su cama. «Pulmonía traumática... DelirioEstas palabras eran repetidas por diversas voces, pero él dudaba que se refiriesen a su persona.

El tilín sonaba cada vez más cerca; se le sentía subir la escalera entre un traqueteo de pasos; después llegaba a la puerta; vibraba más fuerte en el pasillo entre el muge-muge de los latines que venía murmurando el acólito.

De vez en cuando, vibraba una voz fuerte que decía: ¡Herminia!, y los pajarillos volaban espantados hacia el espeso follaje, la arena rechinaba bajo el peso de un pie varonil y aparecía la señorita Guichard con su labor, se sentaba cerca de su sobrina, bajo la sombra embalsamada, y se ponía á trabajar, manejando las agujas de su malla como si fueran espadas y atravesando la lana á grandes pinchazos, como si se hubiera tratado del pecho del aborrecido Roussel.