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Los pájaros familiares habían huido de los árboles y piaban sobre los tejados en donde vibraba el sol. Murmullos de multitud quebrantaban el largo silencio de doce meses, alegrías extraordinarias dilataban la fisonomía del viejo colegio, los tilos lo perfumaban con agrestes aromas. ¡Cuánto habría dado por ser libre y dichoso!

Descendió como un mártir á la arena Atleta de la Paz y la Igualdad: Destrozando del hombre la cadena Dió consuelo á la triste humanidad. Con la osadía del apóstol fuerte De la verdad la antorcha reanimó, Y al caer en el abismo de la muerte Encendida á su borde la dejó. Muda el alma de asombro en tu presencia Cuando vibraba el arco palpitante, Con eco penetrante Sintió la cuerda armónica llorar.

Sólo la voz de Juan vibraba en el silencio de la noche saludando a la Madre de los Desamparados. Y su canto, más que himno de salutación, parecía un grito de congoja algunas veces; otras, un gemido triste y resignado que helaba el corazón más que el frío de la nieve.

¡Ah! hasta la muerte... ¡Vamos!... ¡adiós!... El reloj de San Francisco dio las doce. Cada campanada vibraba de un modo desgarrador en el corazón del pobre niño; a la última, cayó desvanecido. El gitano lanzó un grito, el sacerdote acudió corriendo y el carmelita también. ¡Virgen santa! ¿qué tiene su compañero? preguntó el guardián. Nada; la emoción que le ha producido el oír tan grandes pecados.

La voz del artillero, tímida y entrecortada al principio, fuese poco a poco vigorizando, cual si aquellos hechos gloriosos encontraran en su corazón eco suficiente para imitarlos, y cuando llegó a describir un episodio de Trafalgar, que llamó último timbre de su familia, su acento vibraba con esas misteriosas inflexiones del sentimiento que parecen elevar al orador a una esfera más alta, prestándole no sólo facultad para persuadir y fuerzas para conmover, sino hasta derecho para mandar...

La mirada de Isagani se iluminaba al hablar de aquel oscuro rincon; el fuego del orgullo encendía sus mejillas, vibraba su voz, su imaginacion de poeta se caldeaba, las palabras le venían ardientes, llenas de entusiasmo como si hablase al amor de su amor y no pudo menos de exclamar: ¡Oh! en la soledad de mis montañas me siento libre, libre como el aire, ¡como la luz que se lanza sin frenos por el espacio!

La techumbre de la cocina ostentaba como remate una tinaja rota, que servía de chimenea. El almacén exhalaba un hedor de polvo, huesos en putrefacción y ropas corrompidas, junto con ese vaho indefinible de las casas viejas largamente cerradas. Un zumbido de moscas pegajosas vibraba en la obscura profundidad de las chozas.

Necesitamos saber que está presente, invisible y eterno, viendo las injusticias del destino, las violencias que nos imponemos por su gloria, las fatalidades que nos oprimen, nuestras miserias y nuestras virtudes, muchas veces ignoradas de todo el mundo. Su voz vibraba, brillaban sus ojos, y Lacante la saludaba con gestos amables, más por su asombrosa belleza que por su elocuencia.

Y la pluma del viejo periodista, tanto tiempo colgada, nada había perdido de su destreza y proverbial causticidad; vibraba a impulso de la indignación con tal donaire y desenfado que puso inmediatamente de su lado al público indiferente.

Las lágrimas debieron agolparse en mis ojos, supongo, porque con un impulso de súbita simpatía, una explosión de ternura femenina que vibraba tan fuertemente dentro de su noble ser, colocó su mano cariñosamente sobre mi hombro y dijo, en una voz tranquila, serena y baja: No podemos revocar lo pasado, ¿para qué entonces pensar en ello? Proceda como le pedí en mi carta que lo hiciera.