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Después trazó el de su niña «Emilia»; después el de su hijo mayor «Pepito». Las letras despedían hermosos reflejos azules. El dedo de la condesa, al trazarlas, producía débil chirrido. Quedóse un instante pensativa. De pronto escribió rápidamente con caracteres casi ininteligibles sobre el cristal el nombre de «Carlos». Era el de su marido.

El amor reposa en estos temperamentos como una masa de polvo colorante en el fondo de un vaso de agua; así que se agita, toda el agua queda teñida. El hecho aparente era que nuestro amigo ni se enamoraba ni se declaraba á las mujeres que tenía cerca, pero en realidad, hacía uno y otro. Su plática, pues, con la condesa tenía mucho de dúo amoroso.

Como la condesa declamaba con vehemencia, las dos señoras se veían obligadas á elevar un poco el tono de su voz, y el ingeniero, que era de oído sutil, pudo enterarse de lo que decían. Sería preferible murmuraba una de ellas que en vez de regalarnos con versos, preparase un buffet mejor para sus invitados. La otra protestó. En casa de la Titonius, la mesa era más peligrosa cuanto más abundante.

La luna nos incomoda un poco, señora respondió un viejo sonriendo, pero ya estamos acostumbrados. Los compañeros rieron, y la condesa también, por complacencia. Mira, ven á mostrarme el establo: así nos libraremos un poco del calor. Como guste la señora. El establo se hallaba en la parte superior del prado.

Y era que doña Catalina, verdad para él, le arrastraba con su influencia, le llevaba por el camino de la verdad. Creo que yo te puedo servir de algo, don Francisco dijo la condesa dejando su asiento, dando vuelta á la mesa, rodeando con un brazo el cuello de Quevedo y asiendo una de sus manos.

Por de pronto, la señora condesa estaba enferma, y la enfermedad tiene buenas espaldas para cargar con todo. ¡Pero matar a una persona que está sana! Eso es más difícil. Te pagaré según el trabajo. ¿Y si me cogen? Tomas una embarcación y te refugias en Turquía; la justicia no te perseguirá hasta allí. Es que tenía la idea de quedarme aquí. Quería comprar una propiedad.

»El noble padre, dichoso y desgraciado a la vez, comunicó tan importante acontecimiento a la venerable condesa. Esta ha querido ver al niño, y ha hecho llevarlo a su lado, en su hotel del faubourg Saint-Honoré, donde aun está. Tiene dos años, goza de buena salud y se parece ya a las veinticuatro generaciones de los Villanera.

Las flores perfumaban el ambiente y contribuían a realzar la gracia y el esplendor de esta escena de ricos muebles que la adornaban, y sobre todo las lindas sevillanas, cuyos animados y alegres diálogos competían con el blando susurro de las fuentes. En una noche, hacia fines del mes, había gran concurrencia en casa de la joven, linda y elegante condesa de Algar.

Damián se adelantó muy sereno, cruzando con el turbado jockey un guiño picaresco, un gesto de pillo redomado, que vio muy bien la condesa, sintiendo, a pesar de su vergüenza, que se le sublevaba allá por dentro lo poco de gran dama que quedaba en ella. Pase vuestra excelencia, señora condesa dijo.

, señora; era necesario tener una gran confianza en la persona que viviese en aquella celda. Y... ¿no hay otra desocupada? No; no, señora: apenas tenemos convento: será necesario ensancharlo: no cabemos. ¡Bendito sea Dios! ¿Piensa vuecencia traernos alguna novicia ó alguna educanda? No, no por cierto. La condesa, que estaba profundamente preocupada, calló. La tornera calló también por respeto.