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Su padre fue mayordomo de un grande de España, quien, por los tiempos en que aún llamaban Pepito a don José, le empleó en una oficina pública para que no anduviera metiendo bulla todo el día en los pasillos del caserón señorial, y aquel rasgo de caritativo egoísmo determinó el porvenir del muchacho.

Se llevó una mano á la cabeza, buscando entre los mechones de su cabellera á Pepito, y ésta le gritó varias veces: «¡Estoy aquí!», para que su voz sirviese de guía á los dedos. El Gentleman-Montaña la dejó cuidadosamente sobre la mesa cubierta de polvo, diciendo con voz suplicante: Vuélvase de espaldas, miss.

Pudiera ofrecer reparos a la de Hornero, pero a la de Pepito, no. La seguridad de no poder llegar jamás, por mucho que le imitase, al grado excelso de elegancia, despreocupación, valor desdeñoso y hastío de todo lo creado, que caracterizaba a su admirado amigo, le humillaba, le hacía desgraciado. Esperanza había puesto el dedo en la llaga que minaba su preciosa existencia.

Ella y su hermana se habían puesto de puntas por una tontería, porque Jacinta mimaba demasiado a Pepito, nene de tres años, el primogénito de Samaniego.

Antes de media noche llegó Pepe, y Leocadia, que le estaba esperando, entró con él a la alcoba de sus padres, donde doña Manuela dormía profundamente y don José aguardaba desvelado. Leocadia oyó sin chistar el corto diálogo que sostuvieron padre e hijo. Pepito, ¿no te choca esto? Mucho, pero no atino con la causa. Es que ni una palabra... ¿a tampoco te ha dicho nada? Tampoco.

Pepito era miss Margaret, y al recordar cómo había fallecido sobre una de sus manos y cómo la había arrojado al agua, se sintió invadido por los más tristes presentimientos. Reconoció de pronto que los supersticiosos no son dignos de burla, como él había creído siempre.

Lo peor fue que allá en mis adentros discurrí yo de esta suerte, cuando íbamos llegando ya a la isla de Madera: Las historias que yo cuento y las doctrinas que expongo a D. Pepito son desatados fragmentos, hojas rotas arrancadas de un libro sin orden y sin método, carecen de conjunto, no tienen unidad, ni principio, ni fin, ni objeto.

Hizo él al oírla un gesto, que equivalía a un ¿por qué?, y prosiguió la vieja: Misté, don Pepito, la verdá, me han dao intenciones de callarme, porque... Vd. ya lo sabe, en deciocho años que yevo aquí, mayormente nunca me he metió en . Pero... en fin, que me da lástima de Vd. ¿Qué ocurre? ¡Hable Vd!

Ya dije a usted la vehemente y criminal pasión que en Carratraca inspiré a D. Pepito, y lo mucho que éste me ha solicitado, atormentado y perseguido viniéndose a mi pueblo. Crea usted que yo no he dado a ese joven audaz motivo bastante para el paso, o mejor diré, para el precipicio a que se arrojó hace algunas noches.

A D. Pepito, que quería enseñarme el guaraní ¿cómo no había yo en pago de enseñarle un poco de lo que sabía? De aquí que, cuando él no me hablaba de su amor, y a menudo para distraerle e impedir que me hablase, solía yo darle lecciones y contarle historias.