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Amaneció por fin el día 29 de diciembre de 1874, y a las once y cincuenta y seis minutos de la mañana, el ministro de la Guerra, Serrano Bedoya, saltaba violentamente de la cama, como había de saltar veinticuatro horas más tarde, violentamente también, de la poltrona ministerial... Anunciábale un telegrama del gobernador militar de Sagunto que el general Martínez Campos había proclamado rey de España al príncipe Alfonso, en las Ventas de Puzol, al frente de la brigada Dabán.

Solía confundir los países con los generales que mandaban los ejércitos invasores. En cierta desgraciada polémica hubo de venir a las manos con el capitán Bedoya que le negaba la existencia del general Sebastopol. También creyó que su fama de hombre de talento se afianzaría probando sus fuerzas en el ajedrez y aplicó a este juego mucha energía.

En vano esperaron los socios noticias. En toda la noche no parecieron por allí ni Ronzal, ni Fulgosio, ni Bedoya, que, según se decía, eran los padrinos, amén de Frígilis. Era verdad.

Iría a presidio probablemente, si hablara. «En fin, en puridad, tenía... y miraba a los lados al decirlo tenía un precioso manuscrito de Felipe II, un documento político de gran importancia». Lo había robado en el archivo de Simancas. ¿Cómo? ese era su orgullo. Así es que Bedoya, seguro de aquella superioridad, miraba por encima del hombro a los demás anticuarios y callaba.

Entonces era cuando entraba don Amadeo Bedoya, capitán de artillería, en traje de paisano, embozado en un carrick de ancha esclavina. Miraba bien... no había nadie... la obscuridad le favorecía.

Alrededor del lecho estaban los dos médicos, Frígilis que tenía lágrimas heladas en los ojos, Ronzal, estupefacto, y el coronel Fulgosio lleno de remordimientos. Bedoya había acompañado a Mesía, que pocas horas después tomaba el tren de Madrid, tres días más tarde de lo que Frígilis había pensado.

Era lo único que al capitán Bedoya le parecía digno de respeto en aquel museo de trampas, según su expresión. El Marqués tenía la vanidad de ser anticuario por su dinero; pero le costaba mucha plata lo que resultaba al cabo obra de los truqueurs, palabra del capitán.

Empezó a llamar la atención de los vetustenses aquel militar que sabía de letras más que muchos paisanos, y el mismo Bedoya se animaba al trabajo con la gracia de lo que a él se le antojaba contraste de la artillería y la literatura. Poco a poco llegó a ser miembro, ya correspondiente, ya de número, de muchas sociedades científicas, artísticas y literarias.

Yo lo que digo, amigoMás tarde se le agregó inmundos, más tarde asquerosos, más tarde, en fin, don Baldomero García decía en una comunicación al Gobierno de Chile, que sirvió de cabeza de proceso a Bedoya, que era aquel emblema y aquel letrero «una señal de conciliación y de paz», porque todo el sistema se reduce a burlarse del sentido común.

Un año hizo una espléndida novena a San Francisco, a la cual acudió toda Vetusta edificada, como decía Bermúdez. Después que Bedoya salía del Casino, pasando sin ser visto de los porteros, que dormían suavemente, no quedaban allí más socios que ocho o diez trasnochadores jurados. Pocos y siempre los mismos.