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Es aquella una hora de cita que, sin saberlo ellos mismos, se dan los vetustenses para satisfacer la necesidad de verse y codearse, y oír ruido humano. Es de notar que los vetustenses se aman y se aborrecen; se necesitan y se desprecian. Uno por uno el vetustense maldice de sus conciudadanos, pero defiende el carácter del pueblo en masa, y si le sacan de allí suspira por volver.

A su derecha tenía Trabuco a Joaquín Orgaz que hablaba sin cesar con su pareja, una americana muy rica y muy perezosa. Como el salón era estrecho y las costumbres vetustenses un poco descuidadas, las parejas, mientras no les tocaba moverse, se sentaban en la silla que tenían detrás de muy cerca.

Ya lo sabía él; pero él no pedía más que lástima, y la dicha de que le dejaran hablar, de hacerse oír y de no ser tenido por un libertino vulgar, necio, que era lo que el vulgo estúpido había querido hacer de él». Siempre le había gustado mucho a Ana que llamasen al vulgo estúpido; para ella la señal de la distinción espiritual estaba en el desprecio del vulgo, de los vetustenses.

Las vetustenses le parecían más guapas, más elegantes, más seductoras que otros días: y en los hombres veía aire distinguido, ademanes resueltos, corte romántico; con la imaginación iba juntando por parejas a hombres y mujeres según pasaban, y ya se le antojaba que vivía en una ciudad donde criadas, costureras y señoritas, amaban y eran amadas por molineros, obreros, estudiantes y militares de la reserva.

Pero no sabe que el mismo percal se lo vendió a Obdulia rebajando un perro grande, y con una ganancia superior a la que podía esperar el mancebo sonriente y con barba de judío. Las bellas vetustenses, como dice el gacetillero de El Lábaro, no saben salir de las tiendas de modas. Domina allí una alegría bulliciosa, la alegría sin motivo que es la más expansiva y contentadiza. ¿Quién lo diría?

Estas tres personas formaban grupo en el balcón de galería, y desde el gabinete, sentados aquí y allá, y algunos en pie, oían a Glocester tres canónigos más, el capellán de la casa, don Aniceto, tres damas nobles, la gobernadora civil, Joaquinito Orgaz, y otros dos pollos vetustenses, de los que estudiaban en la Corte.

El Marquesito las detuvo haciendo una cortesía exagerada, que era una de sus maneras de hacer esprit, como decía ya el mismo Ronzal. Mesía saludó muy formalmente. De la confitería nueva salían chorros de gas que deslumbraban a los vetustenses, no acostumbrados a tales despilfarros de gas.

Los vetustenses que tienen la dicha de ser convidados a las excursiones del Vivero son los personajes de las escenas que aquí se representan.... Obdulia, Visita, Edelmira, Paco, Joaquinito, Álvaro... y tantos otros han hablado aquí, han cantado, corrido, jugado, bailado... reído sobre todo.... Y algo olfateo de la alegría pasada o algo presiento de la alegría futura.

Pero ¿qué había de hacer sino cavilar una mujer como ella? ¿En qué se había de divertir? ¿En cazar con liga o con reclamo como su marido? ¿En plantar eucaliptus donde no querían nacer, como Frígilis?». En aquel momento vio a todos los vetustenses felices a su modo, entregados unos al vicio, otros a cualquier manía, pero todos satisfechos.

En el paseo de la noche, que viene a ser subrepticio, a lo menos así lo llama don Saturnino, hay además el atractivo que le presta la fantasía. Se ve lo que no hay. Cada cual, según su imaginación, atribuye a los que pasan la figura que quiere. Parecen otras las chicas dicen los pollos. Los vetustenses gozan la ilusión de creerse en otra parte sin salir de su pueblo.