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Ahora lo mejor de la población, el ensanche de Vetusta iba por aquel lado, y si bien el Espolón y sus inmediaciones se respetaron, a pocos pasos comenzaba el ruido, el movimiento y la animación de los hoteles que se construían, de la barriada colonial que se levantaba como por encanto, según El Lábaro, para el cual diez o doce años eran un soplo por lo visto.

Y el Lábaro divino, presagio de una gloria verdadera, hizo triunfar, al par que a Constantino la causa santa del que en él muriera. Y tuvo desde allí mejor destino el que un suplicio vil tan sólo fuera, brillando con fulgores celestiales en las mismas coronas imperiales.

Pero «no se devolvían los originales». Aprovechaba el borrador y publicaba aquello en El Lábaro, el periódico reaccionario de Vetusta. Otro lector constante era un vejete semi-idiota que jamás se acostaba sin haber leído todos los fondos de la prensa que llegaba al Casino. Deleitábale singularmente la prosa amazacotada de un periódico que tenía fama de hábil y circunspecto.

Cada vez que algún Ayuntamiento radical emprendía o proyectaba siquiera el derribo de algunas ruinas o la expropiación de algún solar por utilidad pública, don Saturnino ponía el grito en el cielo y publicaba en El Lábaro, el órgano de los ultramontanos de Vetusta, largos artículos que nadie leía, y que el alcalde no hubiera entendido, de haberlos leído; en ellos ponía por las nubes el mérito arqueológico de cada tabique, y si se trataba de una pared maestra demostraba que era todo un monumento.

Pero no sabe que el mismo percal se lo vendió a Obdulia rebajando un perro grande, y con una ganancia superior a la que podía esperar el mancebo sonriente y con barba de judío. Las bellas vetustenses, como dice el gacetillero de El Lábaro, no saben salir de las tiendas de modas. Domina allí una alegría bulliciosa, la alegría sin motivo que es la más expansiva y contentadiza. ¿Quién lo diría?

Y describía minuciosamente, con los pormenores que ella podía explicar a un hombre que había sido su amante y era su camarada, todas las turgencias de Ana, su perfección plástica, los encantos velados, como decía Cármenes en el Lábaro.

No eran fúnebres lamentos, las campanadas como decía Trifón Cármenes en aquellos versos del Lábaro del día, que la doncella acababa de poner sobre el regazo de su ama; no eran fúnebres lamentos, no hablaban de los muertos, sino de la tristeza de los vivos, del letargo de todo; ¡tan, tan, tan! ¡cuántos! ¡cuántos! ¡y los que faltaban! ¿qué contaban aquellos tañidos? tal vez las gotas de lluvia que iban a caer en aquel otro invierno.

¿Usted se queda a preparar el terreno, eh? , hombre, a arreglarlo todo. En cuanto don Víctor cerró de un golpe la puerta de la escalera, Ana entró asustada en el comedor. Iba a hablar, pero llegó Petra a recoger el servicio del café y calló fingiendo leer El Lábaro. Salió la doncella y Ana dijo: ¿Qué hay, Álvaro?... No te entiendo... Petra marcha de esta casa. Adiós espías.

el Magistral lloraba para dentro, mirando a la luna a través de unas telarañas de hilos de lágrimas que le inundaban los ojos.... Mirábala ni más ni menos como decía Trifón Cármenes en El Lábaro que la contemplaba él, todos los jueves y domingos, los días de folletín literario. «¡Medrados estamospensó don Fermín al dar en idea tan extravagante.

Al considerar esta mala suerte de las compañías dramáticas en Vetusta, podría creerse que el vecindario no amaba la escena, y así es en general: pero no faltan clases enteras, la de mancebos de tienda, la de los cajistas, por ejemplo, que cultivan en teatros caseros el difícil arte de Talía, y con grandes resultados según El Lábaro y otros periódicos locales.