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Al día siguiente, cuando le vió en la calle, le pareció aún mejor y le saludó afectuosamente. Manolo Uceda respondió al saludo con agrado, y algunos días después, con ocasión de cierta fiesta con música al aire libre, se aventuró á dirigirle la palabra, á acompañarla y, lo que es aún más, á sacarla á bailar. Este último obsequio puso corona inmarcesible á la gratitud de Soledad.

Que no serán malos como ellos. ¿Quién sabe? pero vengamos á lo que conviene. Suspendamos por ahora nuestros trabajos... ¡Ahora que nos dan un respiro, Dios ó el diablo! No seáis impío, señor Alonso; no sucede nada que no proceda de Dios. Por ahora, dejémoslos á ellos solos. Lerma sin don Rodrigo Calderón es hombre al agua. Uceda y Olivares le atacarán.

Ahora bien, entre todos los señoritos de Medina, el que había mostrado siempre menos afición á las fiestas y costumbres populares era Manolo Uceda.

El duque de Uceda tiene el pecado de la soberbia y de la ambición. Y vos, hija, manchando así un nombre... No lo sabe nadie. Lo sabe el que lo mancha. No lo puedo remediar... y vos, padre, debéis comprender cuán resuelta á todo estaré cuando me he atrevido á dar este paso.

Os daré... la traición que haré por vos á mis amigos. ¿Es decir?... Que sabréis cuanto piensan Olivares, Zúñiga, Sástago, Mendoza, cuantos están contra vos, y de los cuales seguiré fingiéndome amigo. Aceptado dijo Lerma, tendiendo la mano crispada á su hijo ; aceptado, señor duque de Uceda. Pero se me ocurre una cosa. ¿Qué? Conocen nuestros secretos dos hombres.

En los tiempos del prudente y piadosísimo Felipe II, no hubo auto de fe que achicharrara maldecidos y perniciosos herejes a que no asistiera cerca del monarca un Tumbaga. Y mientras Felipe III ocupó el trono, para mayor gloria de nuestro nombre y terror de nuestros enemigos, otro Tumbaga ilustró su apellido sirviendo los amorosos caprichos de Uceda, que era entonces como servir al Rey mismo.

Vacilaba ella, no tanto por el rencor que aún le guardaba, como por considerar violenta y embarazosa la entrevista. Cuando, cruzando aquella tarde por la calle de la Amargura, acertó á tropezar con Manolo Uceda, á quien hacía días que no veía. Saludóla él cortés pero gravemente y trató de seguir su camino, pero ella se le puso delante.

El duque creyó que quien causaba el miedo de doña Ana, era el duque de Uceda. Doña Ana se levantó. Continuad, señora dijo el duque. Yo tenía un amante, más por miedo que por amor. ¡Un amante! , señor; el sargento mayor... ¿Don Juan de Guzmán? ¡Cómo! ¿lo sabíais, señor? , me lo habían dicho. Y á pesar de eso, señor, ¡me habéis solicitado! que ese hombre ha muerto. ¿Lo sabéis? ¡A puñaladas!

Sin embargo, veía delante de á doña Ana, pálida, llorosa, aterrada. El duque necesitaba decirla algo. Vaciló algún tiempo, y al fin la dijo: No soy el rey, pero soy sobre poco más ó menos lo mismo que el rey; ¿queréis servirme? dijo doña Ana ; vuestra soy en cuerpo y en alma si me salváis y me vengáis. ¡Vengaros! ¿y de quién? Del duque de Uceda.

El duque, ciego de cólera, puso la mano en la empuñadura de su espada: el duque de Uceda permaneció inmóvil. Ved de escucharme á sangre fría dijo ; reparad en que causaría gran escándalo que vos me maltratáseis aquí en las altas horas de la noche, casa de esa mujer. Y señaló á doña Ana, que continuaba llorando arrojada en un sillón.