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Al cesar por un momento las aclamaciones, percibíase el lloro de la gaita gallega, el gorjeo de las cañas árabes y el trágico aullido de la pobre hembra y su cría: «¡Pachín! ¡Lo echaron al agua!... ¡Padre! ¡padre! ¡Qué será de nosotros!...» El entusiasmo popular se comunicó a los pasajeros del castillo central.

Por la tarde hubo un rato de buen tiempo que me permitió salir. Un sendero resbaladizo a través del monte desembocaba en el bosque que cubría una parte del horizonte con sus sombríos colores. A la parte opuesta entre grises brumas percibíase la informe masa de la ciudad, compacta, extendida en semicírculo entre las colinas, amontonada y humeante, manchada aún por una parte de los suburbios.

Percibíase ya el bulto de la Bella-Paula a simple vista, y además otros dos o tres puntitos negros cerca de ella, que cambiaban a menudo de sitio. Eran la lancha del práctico y los botes auxiliares para tirar del barco cuando fuese necesario. Como el viento no soplaba apenas, la corbeta mantenía izadas todas las velas.

Percibíase un leve temblor en sus manos, como sucede con frecuencia a los hombres gastados por la sensualidad.

Por entre las hojas percibíase el mar, en espacios azules deslumbradores como trozos de vidrio roto que espejearan entre las brumas del aire.

Esto último era lo que en el viajero se notaba más. Eran todas sus actitudes y ademanes como de hombre rendido y exánime. Algo había descompuesto y roto en aquel noble mecanismo, algún resorte de esos que al saltar interrumpen las funciones de la vida íntima. Hasta en su vestir percibíase la languidez y desaliento que tan a las claras revelaba la fisonomía.

Los ruidos de la calle inmediata iban cesando poco a poco; percibíase más claro el lejano campaneo de alguna iglesia, que anunciaba la Misa del Gallo; los chicos de las latas de petróleo seguían pasando de rato en rato por la calle Imperial, y de los otros pisos de la casa subían, a intervalos desiguales, cantares, villancicos, carcajadas, gritos y algún maullido de gato que estaba toda la noche oliendo besugo sin comerlo.

Dormí mal; mejor dicho, no dormí. Los relojes de las torres hacían vibrar sus campanas cada cuarto o cada media hora, todos con distinto timbre; ni uno solo recordaba el de la rústica iglesia de Villanueva tan reconocible por su ronco sonido. De pronto percibíase rumor de pasos en la calle.

Sonaba también de vez en cuando algún balcón que se abría con estrépito ó la voz de una mujer que mandaba á su hijo á la escuela, ó los chillidos penetrantes de los niños que jugaban en la calle. Envolviendo todos estos ruidos de un modo vago y misterioso, percibíase el lejano rumor de un río que no corría muy apacible. Indudablemente no estamos en el campo, pero tampoco en la ciudad.

A lo lejos, cerca de la escarpa, pasó un carromato; percibíase el traqueteo y el chirrido de las ruedas sobre el suelo congelado. El agua de las marismas estaba helada; sólo en algunos sitios, anchos charcos de agua dulce que no se había helado todavía, continuaban moviéndose suavemente y permanecían blanquecinos. Dio las seis el reloj de la iglesia de Villanueva.