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Esta es la verdadera; esta la que hemos de buscar y encontraremos con la ayuda del Sr. de Cedrón y de su digna hermana Doña Josefa, y de su sobrina Doña Patros... Usted me negará que la conoce, por hacer un misterio de su virtud y santidad; pero esto no le vale, no señor.

Gracias a los cuidados de Doña Paca, asistida de las chicas de la cordonera, pronto se repuso Ponte de aquella nueva manifestación de su mal, y al anochecer, conversando con la dama rondeña, convinieron ambos en que D. Romualdo Cedrón era un ser efectivo, y la herencia una verdad incuestionable.

Pues debo esa bendita limosna a D. Romualdo Cedrón... le he conocido en San Andrés, donde dice la Misa... , señora: D. Romualdo, que es un santo, para que lo sepa... Y ya estoy segura, después de mucho cavilar, que no es el D. Romualdo que yo inventé, sino otro que se parece a él como se parecen dos gotas de agua.

Allí cambió, pues, el primer billete de la resma que le diera D. Romualdo Cedrón; después de hacerse presentar diferentes artículos, hizo provisión abundante de los que creía más necesarios, y pagando sin regateo, ordenó que le llevasen a la casa de Doña Francisca el voluminoso paquete de sus compras de droguería olorosa y colorante.

¡Bien puede ser! le contestó sonriendo afablemente al dirigirse, como lo hizo, hacia las piezas interiores contemplado desde la puerta del escritorio por Ramona que al salir al corredor tiró a un cantero del jardín el gajo de cedrón estrujado que tenía en la mano.

Y cuando desapareció por las escaleras abajo el gran Cedrón, y se vieron solos de puerta adentro la dama rondeña y el galán de Algeciras, dijo ella: «Frasquito de mi alma, ¿es verdad todo esto? Eso mismo iba yo a preguntar a usted... ¿Estaremos soñando? ¿Usted qué cree? ¿Yo?... no ... no puedo pensar... Me falta la inteligencia, me falta la memoria, me falta el juicio, me falta Nina.

En un acceso de febril júbilo, salió al pasillo gritando: «¡Nina, Nina, ven y entérate!... ¡Ya somos ricas!... ¡digo, ya no somos pobres!...». Pronto acudió a su mente el recuerdo de la desaparición de su criada, y volviendo al lado de Cedrón, le dijo entre sollozos: «Perdóneme; ya no me acordaba de que he perdido a la compañera de mi vida...

Pensé que la Benina, mi criada, mi amiga y compañera más bien, había sufrido algún grave accidente en su casa de usted, o al salir de ella, o en la calle, y... ¿Qué más?... Sin duda, señora Doña Francisca Juárez, hay en esto un error que yo debo desvanecer, diciendo a usted mi nombre: Romualdo Cedrón.

No estará de más señalar ahora la perfecta concordancia entre la persona del sacerdote y su apellido Cedrón, pues por la estatura, la robustez y hasta por el color podía ser comparado a un corpulento cedro; que entre árboles y hombres, mirando los caracteres de unos y otros, también hay concomitancias y parentescos.

Sacó en limpio de esta perorata el Sr. de Cedrón que Doña Francisca Juárez no tenía la cabeza buena; y creyendo que las explicaciones y el contender sobre lo mismo no atenuarían su trastorno, puso punto final en aquel asunto, y se despidió, quedando en volver al día siguiente para el examen de papeles, y la entrega, mediante recibo en regla, de las cantidades devengadas ya por los herederos.