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La tierra ha de dármelo, mucho antes que el mar, a vosotros, esos tesoros de naufragios que buscáis.... El Caballero se aleja lentamente. Los tres mendigos le miran desvanecerse entre los roquedos de la playa. La Luna parece agigantar la figura del viejo hidalgo y poner un nimbo en su cabeza blanca y desnuda. Una costa brava ante un mar verdoso y temeroso.

Gutiérrez no podía darme nada de esto. Los galanes que me enamoraban no podían dármelo tampoco. Yo sufría, yo estaba humillada: yo soñaba en el gran señor que debía cubrirme de oro. Me importaba poco que fuese viejo y feo, con tal de que fuese rico y generoso. Yo necesitaba humillar á mis compañeras. Una tarde vi en un aposento á un señor muy grave y muy tieso, y al parecer muy rico.

Aquel tiro con que él se amenazaba a mismo, ¡cuánto mejor estaría empleado en ella! «Pero ese tiro, ¿me lo doy o no me lo doy?... No tengo más remedio que dármelo discurría entrando por la calle de la Magdalena . Por ninguna parte veo la solución.

Si no quiere dármelo, ya le haré entender la consideración que me debe». En esta situación de espíritu la cogió una mañana Milagros, con tan buena suerte, que parecía que la Providencia lo había preparado todo para satisfacción de la dichosísima marquesa.

¿Y por qué has de dármelo, ajo? ¿para pagarme el porte de la carta? no me da la gana: yo te he servido siempre, pues es mi deber de tío, y de tío que te quiere, Quilito; y los tuyos habéis compadecido y tratado bien a Agapo: no os habéis burlado de su desgracia, ni avergonzado de su parentesco, como los otros.

Ya tenemos, por fin, la verdad. ¿Qué arma vas á dar contra mi á ese héroe de tu última novela? Mi confesión escrita y firmada para probar su inocencia y mi crimen. Sorege se dirigió hacia ella. ¿Dónde está ese papel? ¡Qué le importa á usted! Vas á dármelo ahora mismo. ¡Jamás! ¡Ah! Estúpida criatura ¡Ten cuidado!

746 Ese jué el hombre que estuvo encargao de mi destino; siempre anduvo en mal camino, y todo aquel vecindario decía que era un perdulario, insufrible de dañino. 747 Cuando el juez me lo nombró, al dármelo de tutor, me dijo que era un señor el que me debía cuidar, enseñarme a trabajar y darme la educación.

Después de breve pausa, prosiguió don Guillén: Mi primera misa la dije en la casa de campo de la Somavia. La duquesa fué mi madrina. Me regaló una rica casulla, bordada en oro. Entre sus arabescos, muy disimulado, hay un corazón estrujado por una mano; del corazón cae un hilo de sangre, que, retorciéndose, describe una A equívoca. En lo alto de la capilla enarbolaron una gran bandera blanca. Ofició conmigo el señor obispo, por exigencia de la duquesa; pero Su Ilustrísima, que no me había perdonado la antigua calaverada, me envió, apenas ordenado de mayores, a una parroquia rural inhospitalaria: San Madrigal de Breñosa. Allí tenían una hermosa finca los señores de Neira, de donde tomaron pie para el título; pero jamás iban, por lo muy apartado y fragoso de la comarca. Sucedió que a los dos años de estar yo en aquellos andurriales falleció don Restituto; doña Basilisa, la viuda, fué a guardar el luto en las soledades de San Madrigal, y como era muy devota, y oía, antes del desayuno, misa diaria, me nombró su capellán. Era una señora rechonchita, nada fea, en buena edad todavía, muy blanca, y simple que no cabía más. Sus ideas religiosas eran caprichosas, y aun cómicas. Creía que el cielo de los bienaventurados era un teatro, con su escenario y localidades para el público. Su marido, don Restituto, según ella, se había adelantado a entrar en el teatro, para coger buen sitio y reservárselo a su mujercita. Ello es que, olvidándose en seguida de que su marido la esperaba, con un sitio acotado, dió en enamorarse de y en dármelo a entender con palmarias manifestaciones. Otra matrona de