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Era un hombre cubierto de andrajos, y que andaba con un pie y una muleta; la otra pierna era un miembro repugnante, el muslo hinchado y cubierto de costras, el pie colgando, seco, informe y sanguinolento. Mostraba aquello para excitar la compasión. Era la pierna para él su modo de vivir, su finca, su oficio, lo que para los mendigos músicos es la guitarra o el violín.

Se oye el confuso clamor de los mendigos en la portalada de la casona, y la voz autoritaria y conmovida del viejo linajudo, que sube la escalera. ¡Ya dieron tierra a tu cuerpo! ¿Rusa, por qué me dejas tan solo? ¡Que al pie de tu sepultura caven la mía!... ¡Rusa! ¡Rusa! ¡Rusa! ¡Era la madre de los pobres! ¡Fruto de buen árbol! ¡Tierra de carabeles!

Comía lo preciso para no morirse de hambre en alguna taberna de los barrios bajos, y dormía por cuatro cuartos entre mendigos y malhechores en un desván destinado a este fin. En cierta ocasión le robaron, mientras dormía, los pantalones, y le dejaron otros de dril remendados. Era en el mes de Noviembre.

El Caballero se sienta solo en un banco que hay frontero al hogar, y permanece abatido y sombrío, con los ojos en la hoguera de sarmientos que levanta sus lenguas de oro hacia el fondo negro y brujo de la chimenea, donde resuenan las risas del viento. Los mendigos se agrupan al otro lado, y hablan en voz baja. Calentaos, ya que sólo puedo ofreceros el techo y la lumbre.

Allí no nos pidieron limosna, no obstante que en Andalucía, por causas que luego indicaré, hay también en las ciudades y villas gran número de mendigos.

Los mendigos les saludaban por sus nombres, sin tenderles la mano. Los conocían, eran de la casa, y entre amigos no se mendiga. Ellos estaban allí para caer sobre los forasteros, y aguardaban pacientemente la hora de los «ingleses», pues sólo de Inglaterra podían ser todos los extranjeros que llegaban de Madrid en el tren de la mañana.

El viejo linajudo sale seguido del capellán. Después de un instante en torno del fuego, bajo la chimenea donde resuenan las risas del viento, comienzan a despertarse las voces de los mendigos, apagadas y llenas de misterio. ¡En una casa tan rica no haber pan en el horno!... ¡Vísteislo vosotros jamás de los jamases? ANDREÍ

¡Qué pesados e insoportables me parecieron los días de navegación de Tien-Tsin a Tung-Chou, en barcos chatos que apestaban como el olor y suciedad de los remeros; ora a través de las tierras bajas inundadas por el Pei-hó, ora a lo largo de pálidos e infinitos arrozales; cruzando aquí una lúgubre aldea de loma negra, allá un campo cubierto de flores amarillas, topando a cada momento con cadáveres de mendigos, hinchados y verdosos, que descendían al fondo del agua, bajo un cielo fosco y bajo!

Los gritos de la vieja y sus entusiastas arrumacos, haciendo reír a los empleados del hotel, rompieron la severa consigna que retenía en la puerta de la calle a un grupo de curiosos y pedigüeños, atraídos por la presencia del torero. Atropellando mansamente a los criados, se coló en el vestíbulo una irrupción de mendigos, de vagos y de vendedores de periódicos.

España es un país de pirueta, de azar y de aventura, y los mendigos son una rancia y pintoresca representación. En la patria de los pedigüeños, donde todos somos un poco mangantes, el mendigo es perfectamente respetable. Hay en nosotros un sabroso anhelo de tomar el sol tranquilamente, esperando el milagro del pan y de los peces en forma de destinejo oficial o de «combinación» lucrativa.