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Tal vez aquella calaverada le costase después crueles desarreglos de estómago y una semana de purgas; pero ¡vayanse al diablo los escrúpulos! un día es un día, y a ver quién le quitaba lo gozado.... Nada, que aquel día era un calavera; se burlaba de todo; y en prueba de ello, encendió el puro que le ofrecía Rafael, a pesar de que el fumar aumentaba su los crónica. Ya estaba el café.

Cada vez que le traían a D. Bernardo la noticia de una nueva calaverada, de un nuevo suspenso, se ponía a las puertas de la muerte, dejaba de comer, de hablar, de fumar, y se pasaba dos o tres días dando paseos por el corredor y lanzando de vez en cuando unos ayes sofocados, que traspasaban el corazón de su fiel esposa doña Martina. «Distráete, hombre; no pienses más en ello: vas a enfermar, y primero eres que él... Además, no todos los chicos han de ser modelos como Carlitos y Vicente...» D. Bernardo no hacía caso de estas justas observaciones, y sólo salía de su voluntario ostracismo cuando algún grave que hacer venía dichosamente a embargar su atención.

Recogiola M. Bernier, examinola con una lente, y le pareció que el oro estaba como argentado en los alrededores del sitio de la rotura. ¡Diablo! exclamó. ¿Habrá hecho Romagné alguna calaverada? ¿Qué calaveradas queréis que haya hecho? ¿Le tenéis todavía en vuestra casa? No; el pillo me ha abandonado. Trabaja en la ciudad. Espero, sin embargo, que esta vez habréis conservado sus señas.

Lo que había hecho, sin embargo, era una calaverada de mal género: había destruido la paz de una familia. D. Fermín, al final de su carta, le reprendía severamente y con muy justas razones. Cuando nuestro joven terminó de leerla, quedó más tranquilo. En cuanto salió de casa se fue derechamente a la de un banquero y giró, a la orden de su tío, el dinero del proceso.

Era un exagerado y así en los goces como en las penas iba hasta el último extremo... Le he visto llorar arrepentido en los brazos de su madre, como un niño, después de alguna calaverada gorda, lo que no le impedía repetirla el día siguiente.

Después de breve pausa, prosiguió don Guillén: Mi primera misa la dije en la casa de campo de la Somavia. La duquesa fué mi madrina. Me regaló una rica casulla, bordada en oro. Entre sus arabescos, muy disimulado, hay un corazón estrujado por una mano; del corazón cae un hilo de sangre, que, retorciéndose, describe una A equívoca. En lo alto de la capilla enarbolaron una gran bandera blanca. Ofició conmigo el señor obispo, por exigencia de la duquesa; pero Su Ilustrísima, que no me había perdonado la antigua calaverada, me envió, apenas ordenado de mayores, a una parroquia rural inhospitalaria: San Madrigal de Breñosa. Allí tenían una hermosa finca los señores de Neira, de donde tomaron pie para el título; pero jamás iban, por lo muy apartado y fragoso de la comarca. Sucedió que a los dos años de estar yo en aquellos andurriales falleció don Restituto; doña Basilisa, la viuda, fué a guardar el luto en las soledades de San Madrigal, y como era muy devota, y oía, antes del desayuno, misa diaria, me nombró su capellán. Era una señora rechonchita, nada fea, en buena edad todavía, muy blanca, y simple que no cabía más. Sus ideas religiosas eran caprichosas, y aun cómicas. Creía que el cielo de los bienaventurados era un teatro, con su escenario y localidades para el público. Su marido, don Restituto, según ella, se había adelantado a entrar en el teatro, para coger buen sitio y reservárselo a su mujercita. Ello es que, olvidándose en seguida de que su marido la esperaba, con un sitio acotado, dió en enamorarse de y en dármelo a entender con palmarias manifestaciones. Otra matrona de

A eso voy dijo el socio de Tennessee; vengo aquí como su socio, pues lo trato desde hace cuatro años, en la comida y bebida, en el mal y en el bien, en la fortuna y en la desgracia. Sus caminos no son siempre los míos; pero no hay en ese joven cualidad, no ha hecho calaverada que yo no conozca.

»En el salón inmediato aguardaba mi abuelo, que, en honor mío, había hecho aquella noche «la calaverada» de ir a admirarme «vestida de pecadora». Al verme aparecer, se quedó como asombrado. Pensé yo que se escandalizaba, y me cubrí el seno con el abanico. Me dijo a su modo muchas cosas, que tan pronto me sonaban a ponderaciones entusiásticas, como a lamentos de pesadumbre.

Don José les perdonaría a los cantonales en su calaverada si aprovecharan el empuje de las fragatas para irse a Gibraltar y conquistar aquel pedazo de nuestro territorio, retenido por la pérfida Inglaterra. Si viviera Méndez Núñez, otro gallo nos cantara. Horrores del cura Santa Cruz. Doña Laura, como si fuera símbolo humano de la unidad y el honor de la patria, sucumbe en aquellos tristes días.

Llegada la noche, inquietó a Barbarita la tardanza de Jacinta, y cuando la vio entrar fatigadísima, el vestido mojado y toda hecha una lástima, se encerró un instante con ella, mientras se mudaba, y le dijo con severidad: «Hija, pareces loca... Vaya por dónde te ha dado... por traerme nietos a casa... Esta tarde tuve la palabra en la boca para contarle a Baldomero tu calaverada; pero no me atreví... Ya debes suponer si la cosa me parece grave...».